Un favor es un favor. Usualmente es visto como un acto de desprendimiento, como algo que se entrega gratuitamente a cambio de nada. Es “una gracia”.
Pero el favor tiene por efecto (cuando no se basa en la intención de) generar agradecimiento. Los favores son parte de la estructura de reciprocidad de una sociedad. Finalmente son parte de una estructura de intercambios.
Por eso solemos desconfiar de los favores, en especial si están rodeados de un discurso de desprendimiento y buenas intenciones, como ocurre en la tradición de Ricardo Palma sobre el cañoncito de Ramón Castilla, aquel regalo que el presidente sabía que, tarde o temprano, iba a disparar.
Un indulto es a fin de cuentas un favor. De hecho, lo llamamos “gracia presidencial”, un “regalo” del presidente.
Pero en política no hay puntada sin nudo. Nada se regala realmente. No hay favores gratuitos. Alberto Fujimori no fue liberado a cambio de nada. Era parte de una cadena de favores que, en realidad, no son verdaderos favores sino parte de un círculo perverso de reciprocidad.
Curiosamente ese círculo se oculta bajo un discurso hipócritamente estructurado para guardar formas que nadie cree. Mientras que unos dicen que el indulto es un acto humanitario a favor de un anciano enfermo, otros dicen que evitar que se vaque al presidente es un compromiso con la gobernabilidad. Pero, como todos sabemos, y hoy lo sabemos mejor que nunca, cuando se regalan cosas en política, nadie es sincero.
Darles a los políticos la posibilidad de regalar cosas es peligroso. En realidad, la cosa pública no debe regalarse. De hecho, los recursos públicos, como principio, no se regalan y si se hace, deben estar sujetos a una serie de controles y límites institucionales. Finalmente, el poder es un recurso y, como tal, no debe ser fácil de regalar.
Las idas y venidas del indulto de Fujimori son una muestra de que estas cadenas de favores no son buenas y que permiten transar con lo que no queremos que se transe.
Por eso, no estoy de acuerdo con que el presidente tenga la facultad de conceder indultos. Por alguna razón los sistemas civilizados separan el poder de hacer justicia del poder de gobernar. Pero debo reconocer que en sistemas penitenciarios caducos y desfasados como el nuestro, esa facultad puede tener propósitos prácticos atendibles.
Sin embargo, deberíamos ponerle un límite que evite que se desencadenen cadenas de favores indeseables. No creo en políticos haciéndoles favores a sus rivales. Por eso, ahora que las reformas constitucionales están de moda, sería popular una en la que se prohíba el indulto de condenados por delitos cometidos en ejercicio de funciones públicas. Así evitamos la tentación entre los políticos de aplicar el “hoy por ti, mañana por mí” que tanto ha dañado nuestra institucionalidaden los últimos tiempos.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.