La mejor definición de economía se la escuché a Mario Pasco hace unos años: es “arte de predicción del futuro, como la astrología o la quiromancia, solo que menos exacta”.
Es muy difícil saber qué pasará mañana. Más difícil aún saber qué pasará el próximo año. E imposible saber qué pasará en una década.
Y la dificultad se agudiza con el tiempo. La rapidez del cambio tecnológico y de la innovación, la interacción cada vez mayor entre culturas y países, el desarrollo del comercio, entre otros factores hacen imposible saber qué pasará.
En los años 80 recuerdo haber escuchado decir que las computadoras Wang dominarían el mundo. En ese entonces usábamos un procesador de texto llamado “WordStar” que tenía capturado el mercado. Todos decían que jamás podríamos dejar de usarlo. La aparición del “Word Perfect” primero y del “Word” después desmitificaron las predicciones. Hoy ya no se produce y nadie lo usa. Ninguna persona menor de 30 años ha escuchado hablar de una computadora Wang y el WordStar les es tan ajeno como la Segunda Guerra Mundial.
En estas semanas se está discutiendo en el Congreso la aprobación de una Ley de Control de Fusiones. Esta norma se ha venido discutiendo por casi dos décadas. Asume que un grupo de economistas podrá, cual gitana con cartas en la mano dentro de una carpa colorida, adivinar qué pasará cuando una empresa se fusiones con otra. Sabrán, con la “precisión” de Nostradamus, que esa operación reducirá la competencia y no generará beneficios a la sociedad, con lo que es mejor prohibirla.
Si esa norma hubiera estado en vigencia en los 80, posiblemente hubieran prohibido la fusión entre el fabricante de computadoras Wang y otra empresa similar, o hubieran hecho lo mismo con el productor de WordStar. Pero ninguno de estos productos existe hoy. Y tampoco las empresas que los producían.
Lo cierto es que definir las consecuencias de la fusión entre dos empresas es como leer una bola de cristal, solo que sucia y con un parche en el ojo. Todo el esquema de la ley propuesta parte de la premisa, equivocada, que es posible adivinar el futuro. Pero lo cierto es que ni siquiera las empresas que se fusionan pueden saber qué pasará. Menos aún lo sabrán un conjunto de burócratas que no conocen el negocio en el que se desarrolla la operación.
¿Que muchos países tienen esos controles? Puede ser. Pero en los 70 y 80, la mayoría de los países tenía controles de precios que, hoy sabemos, no sirven para nada y que destruyen el sistema de incentivos que hace eficiente una economía. Seguir la moda regulatoria no siempre es buena idea.
No existe ningún estudio que demuestre con data que el control de fusiones ayudó al desarrollo económico o al bienestar de los consumidores de algún país. Basta leer la exposición de motivos de la norma para descubrir que no se cita ningún estudio que así lo demuestre.
Lo que sí se sabe es que este tipo de herramientas se usa políticamente para presionar a las empresas. No suman nada y restan mucho. Pero eso no les importa a los políticos.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.