Hace unos años el socialismo del siglo XXI, ese remedo populista que se disfrazó hábilmente con un discurso de justicia social y oportunidades para todos, parecía encontrarse en pleno vigor en América Latina. La región estaba salpicada de líderes que se parecían en algo más que en la ideología que abrazaban: les encantaba oírse a sí mismos hablar en público, sufrían de una crónica intolerancia hacia la oposición política y creían que encarnaban el sentir de toda una nación.
En esa variopinta explosión de mandatarios carismáticos y autoritarios se contaban desde el vocinglero Hugo Chávez, pasando por el arrogante Rafael Correa, el cocalero Evo Morales, hasta el popular Luiz Inácio Lula da Silva. A este último lo acompañaba la descripción de haber surgido de los estratos más humildes de la sociedad brasileña y, una vez en el Palacio de Planalto, haber impulsado cambios para sacar a más de 30 millones de personas de la miseria. Con esas credenciales, era difícil no aplaudirlo y muchas organizaciones internacionales cayeron rendidas a los pies del obrero metalúrgico devenido presidente.
Sin embargo, tras la imagen de hombre austero y de implacable enemigo de la corrupción política, Lula fue creando sus propias redes de favores y de apoyos a las que respondía con privilegios y prebendas. El Partido de los Trabajadores se volvió, cada día, una fuerza más poderosa que hostigaba a sus contrincantes políticos, apoyaba a regímenes impresentables como el de Cuba y no paraba de recibir acusaciones por desvíos de fondos y malos manejos. No obstante, Lula mantuvo una impresionante popularidad dentro de Brasil y un apoyo, casi unánime, fuera de sus fronteras.
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Ahora, el viejo sindicalista parece estar llegando al final del camino. El pasado año fue condenado por corrupción y blanqueo de dinero y en este mes de abril el Tribunal Supremo rechazó su último recurso legal para frenar su encarcelamiento. Aunque el curtido populista todavía arrastra multitudes y lidera las encuestas de intención de voto a las elecciones de este octubre, su última gira por Brasil terminó con huevos lanzados y gritos en su contra.
Acorralado, el expresidente ha optado por correr hacia adelante. Ha redoblado los discursos a las clases populares y ha presentado todo el proceso judicial en que está inmerso como un intento de acallarlo políticamente o como una venganza de las élites y de los antiguos adversarios ideológicos. Aunque otros lo acusan de postularse como candidato para eludir a la Justicia. A pesar de esa arremetida desde las tribunas y desde los medios de difusión no ha conseguido impedir que el mito en que se convirtió sufra importantes resquebrajaduras.
Con la condena de Lula cae también parte de la ilusión que él alimentó, esa de que un líder venido de abajo, que entiende a los pobres, nunca va a robarles. Su caída en desgracia también es un duro golpe para las fuerzas populistas de izquierda de la región, muchas de ellas salpicadas por los escándalos de corrupción vinculados a la extensa trama del gigante brasileño Odebrecht.
Al socialismo del siglo XXI no lo mató solo su propia ineficacia para encontrar soluciones a los graves problemas del continente, sino sus sucios manejos financieros. Sus representantes más insignes fomentaron redes de lealtades y sobornos que terminaron por pasarle factura. El tiro de gracia no fue "el imperio” del que tanto blasfemaron, ni tampoco la "burguesía”, sino su propia ambición.