En nuestro artículo anterior sobre este mismo tema hicimos una referencia puntual sobre el impacto en la educación superior de las nuevas realidades globales que están configurando la sociedad del conocimiento y el surgimiento de lo que se está considerando como la universidad posmoderna.
Señalamos igualmente el retraso que, frente a ese proceso de cambio, se observa en las universidades de América Latina. Son temas que, por su trascendencia, merecen un análisis más detallado y es lo que nos proponemos en esta entrega.
Para Hans Wissema, experto en temas de gerencia universitaria y autor de la interesante obra Towards the Third Generation University (2009), la posmodernidad en construcción está determinando a su vez cambios fundamentales en la institución universitaria que implican la transición de la universidad tradicional fundamentada en la expansión del conocimiento mediante la investigación basada en el método científico surgido en el Renacimiento y en la Ilustración, hacia la Universidad de Tercera Generación que debe competir en un mercado global para lograr los mejores contratos industriales, los mejores académicos y los mejores estudiantes, y en la que la investigación fundamental va a ser la actividad más importante, pero conducida de manera transdisciplinaria o interdisciplinaria.
Estas transformaciones se han acelerado desde los años 80 con la incorporación masiva de internet, lo que ha permitido la globalización de las comunicaciones y de los mercados, en la que las nuevas ventajas competitivas y el poder no descansan en el acopio y explotación de materias primas y otros recursos naturales, sino en el saber, el capital humano y el intelectual como soportes para asegurar la competitividad.
Esta nueva sociedad impone a la universidad otras transformaciones fundamentales, respetando los principios básicos que sustentan a la educación como un bien público y un derecho humano, entendiendo la necesidad de impulsar la educación como responsabilidad compartida del Estado y la sociedad y de proveer una educación de calidad, incorporando la pedagogía de los valores en su modelo para sensibilizar a los futuros profesionales frente a los graves problemas y asimetrías creados por el sesgo excluyente de la globalización.
Los programas de estudio deben responder a las demandas de la nueva economía; la formación debe ser amplia y transdisciplinaria para impulsar un desarrollo integral y continuo, con la educación sobre el cómo, el por qué y el para qué de los nuevos conocimientos y el desarrollo en los educandos de las capacidades para aprender a aprender, a emprender, a hacer y a ser y convivir como seres humanos en las complejidades de la postmodernidad.
La universidad latinoamericana se encuentra rezagada en los cambios requeridos para insertarse eficientemente en la posmodernidad y el sistema educativo regional, a todos sus niveles, adolece de graves deficiencias que se reflejan además en la inmensa brecha científica y tecnológica que nos distancia de los países más avanzados, como se señala en un reciente estudio del BID. Factores determinantes de ese atraso y que son también rémoras al desarrollo regional están vinculados fundamentalmente a los complejos tercermundistas, al populismo, la inestabilidad institucional y los erráticos modelos económicos que se han ensayado en la mayoría de los países de la región y que no han sabido responder a las demandas de la globalización contemporánea y mantienen a los pueblos estancados en su progreso.
Bajo estas restricciones no ha sido posible formular en la región planes y políticas públicas adecuadas para modernizar los sistemas educativos con visión de largo plazo y entendiendo la necesidad de impulsar las reformas hacia el logro de una educación de excelencia alineada con las exigencias de la economía global.
Las cifras del referido estudio del BID reflejan un panorama sombrío para América Latina. Solo cuatro países de la región (Brasil, Chile, Argentina y México) tienen universidades clasificadas entre las 500 mejores del mundo y a niveles muy modestos.
La inversión en investigación y desarrollo es muy pobre. Mientras que países como Israel invierten 4,7% de su PIB en esta actividad básica para el crecimiento económico a largo plazo; Suecia, 3,6%; Finlandia y Corea del Sur, 3,5%; América Latina, en su conjunto, apenas llega a 0,67%; siendo Brasil el país que más ha invertido con 1,11%, seguido de Chile (0,6%), Argentina (0,5%) y México (0,45%). En EEUU el número de doctorados en ciencia e ingeniería es de alrededor de 19 por 100.000 habitantes; en la región, Brasil tiene cinco; México, tres; y Venezuela, apenas 1,2.
No hay dudas de que para superar el rezago universitario latinoamericano se requiere de un gran esfuerzo a fin de repotenciar nuestro sistema educativo y, en especial, la educación superior, con una visión inclusiva y de largo plazo, pero además con criterios de excelencia y eficiencia en la gestión. Se requiere, asimismo, incrementar sensiblemente la inversión pública en educación y en ciencia, tecnología e innovación, propiciando una importante participación del sector productivo.
En este esfuerzo, el Estado debe tener una participación protagónica, pero no entrabadora y mucho menos ideologizante y amenazante contra la autonomía, que es condición existencial de la universidad, especialmente en la sociedad del conocimiento, en la que estas instituciones están comprometidas con la formación de mentes abiertas y sin prejuicios ni complejos ideológicos.
*Esta columna fue publicada originalmente en ElMundo.com.ve.