"Welcome to hell" ('bienvendo al infierno'). Con estas palabras recibían los policías en huelga a los turistas en el aeropuerto de Río de Janeiro a finales de junio. Su mensaje era inquietante: no podemos cuidar de su seguridad, pues desde hace meses estamos sin presupuesto.
Los visitantes no se han dejado asustar. Al contrario. Cientos de miles de turistas y atletas se atrevieron a entrar en ese "infierno" de Río de Janeiro. A pesar de la criminalidad, del zika, del terrorismo. Disfrutan de la hospitalidad brasileña, de su cultura, sus playas, su naturaleza… y de los primeros Juegos Olímpicos en Sudamérica.
Ninguna otra ciudad de Brasil presenta tales contradicciones y contrastes. Las alarmantes tasas de homicidio conviven con unas ganas irreprimibles de vivir y festejar.
Río se celebra a sí misma. Tres días más y la temperatura en el infierno de Río descenderá. Los atletas y turistas se irán. Sólo el lunes se esperan 85.000 pasajeros en el aeropuerto. Tras los Juegos Paralímpicos en septiembre, la llama olímpica se apagará.
Pero aunque los problemas sigan, la ciudad habrá cambiado. La delincuencia, el caos de tráfico, el colapso hospitalario, seguirán ahí, junto a los policías mal pagados. Pero los cariocas presentan una nueva confianza en sí mismos. Está justificado su orgullo por haber organizado el evento deportivo más grande del mundo, con más de 10.000 atletas y 500.000 espectadores, en las circunstancias más difíciles. La satisfacción por disfrutar el nuevo semblante de la ciudad, tras años de obras. Y por el reconocimiento mundial a su esfuerzo organizativo, deportivo y social.
Los Juegos Olímpicos han liberado a Río del generalizado complejo de inferioridad brasileño, según el cual todo lo extranjero funcionó siempre mejor. De que la pobreza y la violencia socaven la belleza de la ciudad. De la ilusión de que los visitantes extranjeros, especialmente de Europa y los Estados Unidos, se comportan siempre mejor que sus compatriotas.
Polémica de los atletas estadounidenses. Con esta nueva confianza en sí mismos no contaban los nadadores estadounidenses que fingieron un robo de la policía para eludir su responsabilidad y vengarse de ellos. Que los atletas olímpicos tengan una actitud tan injusta para con sus anfitriones es vergonzoso.
Además, el COI debe ser replanteado. Mientras se encuentren en sus filas miembros como Joseph Hickey, que vendía ilegalmente entradas a precios exorbitantes, no tendrá autoridad alguna. El infierno del Río, al parecer, es más justo que el cielo Olímpico del COI, que en Suiza disfruta de millonarios ingresos libres de impuestos mientras exige a los contribuyentes brasileños suplir el déficit con dinero público.
Al igual que sucediera con la Copa del Mundo de 2014 en Brasil, los Juegos Olímpicos de Río han expuesto la doble moral de los supuestos guardianes del espíritu deportivo, a años luz de los ideales olímpicos. Gracias, Río… Y Bienvenidos al más maravilloso infierno de la Tierra.