Angela Merkel desempeña el papel principal, a menudo un papel decisivo, en muchos escenarios políticos, dentro y fuera de Alemania. La mayoría de las veces, los sucesos que allí se desarrollan son dramáticos, como, por ejemplo, la guerra no declarada entre Rusia y Ucrania, o la crisis del euro, que arde a fuego lento. Solo en su territorio, Alemania, las cosas parecerían estar tranquilas. El movimiento ciudadano que desde hace meses protesta contra una presunta islamización deja rápidamente de ser causa de temor, opacado por miles de muertos en el corazón de Europa.
A pesar de todos los malos augurios, la paciente diplomacia de Merkel en momentos de crisis demostró una vez más su eficacia en Moscú, Kiev, Bruselas, Berlín, Washington y Minsk. Junto al presidente francés, François Hollande, la canciller impidió otra escalada de violencia en el este de Ucrania.
Merkel mantiene la calma. Puede identificarse con el modelo de pensamiento y el mundo de las emociones que reinan en el ex “bloque oriental” mejor que muchas otras figuras políticas del mundo. Esa capacidad se la debe a que creció y se socializó en la dictadura de la ex RDA. En tiempos de la Alemania Oriental, en la escuela la enseñanza del ruso era obligatoria, y eso se revela hoy como una bendición inesperada. Merkel puede hablar con Vladimir Putin sobre la guerra y la paz en su idioma. Y en tiempos de mutua desconfianza, el hecho de que Putin también hable alemán también es una ventaja.
Aspectos en común. Es decir, que, a pesar de todas las diferencias estratégicas, hay elementos que los unen a nivel humano. Por fuera dominan forzosamente las diferencias. A Putin le gusta el rol de macho, admirado en Rusia. Merkel se ha ganado en Alemania el apodo entre irónico y merecido de “Mutti” (Mami). De hecho, su estilo político se destaca por lo protector, por escuchar, mediar y moderar, con lo cual se ganado también la fama de actuar más bien como un presidente, y no como canciller. A veces, eso es visto positivamente, y otras veces, no tanto. Ambas visiones tienen su razón de ser.
Pero Merkel también puede demostrar que tiene agallas. El mejor ejemplo es su actuación en el violento conflicto entre Rusia y Ucrania, en el que está de acuerdo con imponer sanciones, pero no con gestos amenazantes y marciales. Una actitud con la que también acepta seguir enfadando a su aliado más importante, y Estados Unidos puede y debe vivir con esa realidad.
El peligro de no ver otros focos de crisis. Dado que Merkel trabaja incansablemente para lograr la paz, su tarea más importante en estos momentos, corre peligro de no ver otros focos de crisis, como, por ejemplo, la crisis del euro, que cobra una mayor dinámica desde que el nuevo gobierno griego exige, con una autoestima tal vez algo exagerada, más paciencia de sus acreedores. La canciller lucha contra la imagen de fría máquina de calcular a la que no le importa la miseria de los países del sur de Europa, una imagen que, como portavoz de una estricta política de austeridad fiscal, se ganó cabalmente.
Lo asombroso es que, a nivel de política europea, Angela Merkel parece ser consecuente, pero como canciller alemana, por el contrario, a menudo se tiene la impresión de que actúa de manera indecisa y oportunista. Un ejemplo es el abandono de la energía nuclear y la creación de un salario mínimo. En ambos dio un giro de 180 grados. El perfil conservador de su partido, la Unión Demócrata Cristiana (CDU), se ha visto perjudicado por ese estilo político. Los espacios vacíos que deja la CDU los llenan partidos populistas como el AfD (Alternativa para Alemania, por sus siglas en alemán), y también movimientos de protesta como Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente). La canciller debería fortalecer su perfil y, con él, el de la CDU. En cuanto a política interna, Merkel podría aprender de su propio desempeño en política exterior.