Hace unos años subí a un taxi en Miami y el conductor era un nicaragüense que llevaba más de dos décadas en Estados Unidos. El inmigrante me contó que quería regresar a su país y abrir un negocio porque "el Gobierno ya no se mete con la empresa privada”. Sus palabras las he recordado en las últimas semanas tras el estallido social contra Daniel Ortega que ha costado la vida de al menos 43 personas.
Cuando en 2007 el comandante sandinista regresó a la presidencia de la nación centroamericana, su discurso había cambiado significativamente. Seguía llamándose un hombre de izquierdas, pero había incorporado algunas frases conciliatorias, alejadas del radicalismo a lo Robin Hood que heredó de su cercanía con la Plaza de la Revolución de La Habana. Hablaba de prosperidad, diálogo y conciliación.
El recuerdo de la Revolución Popular Sandinista, que Ortega lideró de 1979 a 1990, era ya cosa del pasado y el mandatario comenzó a parecerse -cada vez más- al dictador que ayudó a derrocar: Anastasio Somoza. Especialmente en cuanto a los caprichos estrafalarios desde el poder y el carácter dinástico de su régimen, que en el caso de Ortega se materializó en la poderosa dupla que creó junto a su esposa Rosario Murillo.
Entre los delirios de la pareja estuvo llenar las calles de Managua con 140 esculturas metálicas, conocidas como árboles de la vida, cargadas de un rebuscado simbolismo. Con algo de cábala judía, un toque esotérico y mucho capricho, estas enormes figuras representaban la megalomanía desquiciada que se apoderó de Ortega. La factura millonaria por la instalación y consumo eléctrico de tales estructuras fue cargada al bolsillo de los ciudadanos.
Los desvaríos de la pareja real llegaron al punto de anunciar un megaproyecto con una firma china que construiría un canal interoceánico que competiría con el de Panamá e iba a convertir a Nicaragua en una potencia estratégica a partir de la existencia de esa línea de agua que uniría a dos océanos. El proyecto ni siquiera se inició sin dar jamás explicaciones de si todo había sido un bulo o una estafa.
Ortega se fue alejando cada vez más de la realidad, ni siquiera imaginó la insatisfacción que crecía en su pueblo y perdió, definitivamente, el apoyo de los nicaragüenses más jóvenes. Los mismos que han protagonizado la mayoría de las protestas en su contra y que han engrosado la lista de los fallecidos por la violencia policial. Para esos muchachos que apenas alcanzan los 20 años, el régimen está agotado y es un freno para el desarrollo y la libertad de la gente.
"Él nos deja hacer negocios y nosotros lo dejamos hacer sus locuras políticas”, me dijo hace unos años el taxista nicaragüense que encontré en Florida. Sin embargo, ese acuerdo tácito se rompió y el detonante fue la reforma al sistema de pensiones, pero podría haber sido cualquier otra medida tomada por el Gobierno o un incidente pequeño en una esquina. La razón principal de la rebeldía es el hartazgo, la clara conciencia que han ganando millones de nicas de que Daniel Ortega es hoy el principal problema del país.