El mensaje de la Conferencia Mundial sobre el Sida en Amsterdam es claro: la lucha contra el sida es una cuestión de voluntad política. Quien obstaculiza el trabajo de educación y prevención, quien invoca los valores familiares pero deja solos a esposas infectadas con el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) y a sus niños, quien margina a los drogadictos y hace de los homosexuales los chivos expiatorios, bloquea los avances en la lucha contra el sida y se vuelve culpable.
Los progresos en la lucha contra la inmunodeficiencia son enormes. Muestran que es posible vivir una vida digna, pese a la enfermedad. Muestran que se ha ralentizado la expansión de la epidemia a través de una combinación entre la educación, los avances médicos, la solidaridad global y una política sanitaria responsable. Que los miedos mortales están desapareciendo y que el SIDA se está convirtiendo en una enfermedad crónica, también en los países más pobres.
Botsuana, un ejemplo
La lucha contra el sida es una gran historia de éxito. En cifras: en 2017, 22 de los 37 millones de personas infectadas con el VIH a nivel mundial fueron tratadas con medicamentos contra el sida. Tan solo cuatro millones de ellas viven en Sudáfrica, el país con el mayor programa estatal de VIH en el mundo. Por primera vez desde el comienzo del nuevo milenio, el número de muertos anuales por sida cayó, en 2017, por debajo del millón.
Sobre todo en Botsuana, el país con la segunda mayor cantidad de infectados con el VIH a nivel mundial (17 por ciento), se ha hecho visible el éxito en la lucha contra el sida. Entre 2010 y 2017 aumentó allí de un 50 a un 84 por ciento el número de enfermos de sida que recibieron medicamentos antirretrovirales. El número de muertos por ese mal disminuyó de 18.000 (2003) a 4.000 personas (2017).
La espiral negativa rusa
De cara a este balance de éxitos globales, duele aún más el desarrollo en el este de Europa y Asia central. En esta región, una serie de factores, como la ignorancia, las creencias religiosas, tradiciones, los tabúes, la discriminación y la falta de responsabilidad política, están destruyendo los logros ya alcanzados.
Sobre todo en Rusia, el desarrollo es dramático. Según el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA (UNAIDS), alrededor de un millón de personas ha contraído el virus en ese país. Entre 2004 y 2017, el número de nuevos casos de infectados por el VIH aumentó de 50.000 personas a 100.000. Tan solo cerca de 360.000 afectados tienen acceso a una terapia contra el sida.
Entre otras cosas, la espiral negativa rusa tiene que ver con la ignorancia de los estándares internacionales penosamente elaborados. Allí donde los líderes religiosos condenan la inmunodeficiencia como "castigo de Dios" y los políticos nacionalistas fingen "proteger a las familias", mueren mujeres que han sido infectadas con el VIH a través de sus esposos. Y cantidad de niños nacen con el virus mortal, a pesar de que hubiera sido posible impedir medicinalmente el contagio de madre a hijo.
El apocalipsis no llegó
Ahí donde la vida de un ser humano vale poco, el tratamiento de los enfermos de sida no es un tema relevante. ¿Por qué invertir en los sistemas de salud públicos, si el sida se sigue entendiendo como "una epidemia homosexual" (un término que la renombrada revista alemana Der Spiegel usó por primera vez en 1983)? ¿Para qué organizar cursos de educación en las escuelas y recaudar donaciones, si la culpa supuestamente es de los enfermos?
Ha llegado la hora de la verdad. La forma en que se maneja la epidemia revela no solo la dimensión de las capacidades y de la humanidad de los responsables políticos y religiosos. También revela el rostro humano -o inhumano- de toda una sociedad.