Mañana, los líderes de las principales potencias del planeta se reunirán en Bali en una nueva cumbre del G20. La cita ha suscitado un especial interés dado que será la primera vez que los presidentes de Estados Unidos y China se vean las caras en un contexto de creciente tensión global que muchos califican ya de nueva guerra fría. Todo parece indicar que Vladimir Putin no acudirá a la cita, pese a los esfuerzos del anfitrión, el presidente indonesio Joko Widodo. Sería una singular “foto de familia” en un momento marcado por la Guerra en Ucrania, la triple crisis energética, económica y alimentaria, y el retorno de una amenaza nuclear que pensábamos desterrada a los libros de historia.
Pese a la previsible ausencia rusa, no cabe duda de que pocos foros multilaterales tienen la tracción del G20. Lo acabamos de ver en la COP27 de Sharm el-Sheikh, marcada por las ausencias en su apertura de Biden, Xi o Modi, dirigentes de los tres países más contaminantes del planeta.
La emergencia y consolidación del G20 como principal instancia de cooperación económica y financiera internacional tuvo su origen, precisamente, en otro momento de inusitada crisis: 2008. Hace 14 años, el mundo también parecía estar al borde del colapso. Se salvó en buena medida gracias a la audacia de líderes como Gordon Brown, Nicolas Sarkozy o Kevin Rudd, que con la inicial aquiescencia de George W. Bush y el posterior impulso de Barack Obama supieron reconocer lo que el entonces G8 se había resistido a admitir hasta la fecha: la imperiosa necesidad de implicar activamente a los grandes países emergentes en la toma de decisiones sobre la gobernanza económica global. Con visión y pragmatismo, transformaron un foro ya existente desde 1999 a nivel de ministros de finanzas y gobernadores de bancos centrales en una cumbre de líderes, mediante las sucesivas reuniones de Washington, Londres y Pittsburg.
Pero el tiempo ha pasado y dejado su huella en el G20. A lo largo de los años, este foro ha tenido no pocos altibajos, apañándoselas siempre para sobrevivir cuando muchos lo daban por muerto, o cuanto menos lo calificaban de agonizante. Quizás su momento más frágil se alcanzó en 2020, durante la presidencia saudí, marcado por el cruce de acusaciones por el origen de la Covid-19 y la incapacidad de articular una agenda compartida en respuesta a la pandemia.
Como tantos otros espacios multilaterales, el G20 venía acusando desde años no sólo el desgaste de sucesivas presidencias con prioridades cambiantes, sino muy especialmente la gradual erosión del multilateralismo, acelerada desde 2015. Los catalizadores de este proceso fueron la implosión del G8 tras la invasión rusa de Crimea, la crisis migratoria siria, el inédito retroceso en la construcción europea motivado por el Brexit y, por supuesto, la nefasta presidencia de Donald Trump. En tan sólo cuatro años de mandato, el magnate neoyorquino hizo más daño a la cooperación internacional –y de paso a la democracia de su país—que cualquier otro mandatario de la historia reciente. Todavía estamos pagando las consecuencias.
¿Presenciaremos el enésimo resurgir del G20 en Bali, tras la discreta cita del año pasado en Roma? Es poco probable. Al igual que en 2008, nos encontramos nuevamente al borde del abismo. Pero la gran diferencia entre el momento actual y hace tres lustros es que la amenaza económica no es más que el síntoma de una gran fractura política que atraviesa el planeta con una intensidad inédita desde la caída del Bloque Soviético. El comercio y la inversión transnacionales, que desde los noventa venían favoreciendo una cierta integración planetaria en alas de la globalización, se ven ahora superados y supeditados a unas dinámicas centrífugas marcadas por la lucha hegemónica global.
Se terminaron el soft power y la diplomacia económica. Vuelve a reinar la política del poder más realista y tradicional. Asistimos a la creciente confrontación de dos modelos antagónicos: el capitalismo de mercado de corte democrático y el capitalismo de estado autoritario; entre ambos polos se mueve el resto del planeta, con una inquietante deriva hacia pulsiones cada vez más iliberales. Y en los resquicios de esta pugna se cuela el creciente cleavage entre globalismo y nacionalismo, sin duda el debate definitorio de nuestro tiempo.
En el corazón del G20 laten ambos modelos y concepciones del mundo, lo cual dificulta la posibilidad de impulsar su agenda, incluidas los tres pilares definidos por la actual presidencia indonesia: reforma de la arquitectura de salud global, transición energética sostenible y transformación digital y tecnológica. Dicho esto, no debemos minimizar dos hechos singulares que abren un cierto margen para el moderado optimismo. En primer lugar, la sucesión de cuatro presidencias G20 del llamado Sur Global, con India, Brasil y Sudáfrica tomando el relevo de Indonesia de aquí a 2025. Y por otra parte, ya en clave ya netamente latinoamericana, un previsible alineamiento progresista entre los tres países de la región miembros del G20 –Argentina, Brasil y México—, inédito hasta la fecha desde que este foro adquirió su actual relevancia.
Ambos fenómenos nos remiten a un tímido escenario de posibilismo: países con un peso global creciente que aspiran al desarrollo de sus poblaciones sin caer en el juego de suma cero y de lucha por la hegemonía global que libran Washington y Beijing. Países que, en el caso particular de los tres miembros latinoamericanos del G20, hacen gala discursiva de que otra globalización es posible: más humana, más equitativa, más respetuosa con el planeta.
Si la crisis de los 70 alumbró el G7 y la de 2008 el G20, quizás esta dramática situación de crisis planetaria que vivimos pueda dar pie a un nuevo modelo de gobernanza global, sin necesidad de pasar por el trauma de un gran conflicto, como ocurrió en 1918 o 1945. Quizás podamos alumbrar un nuevo sistema menos basado en la competencia, la exclusión y los intereses nacionales y más en la solidaridad, la inclusión y el interés global colectivo. En un momento particularmente difícil como el actual, con los tambores de guerra batiendo con especial virulencia, es hora de que emerja una nueva mayoría de países dispuestos a construir un orden mundial diferente, que supere por fin las lógicas de poder que vienen lastrando la historia de la humanidad. Y el propio G20, paradójicamente, puede ofrecer un buen caballo de Troya para ello.