A finales de los 90 compartí un panel sobre privatizaciones con Javier Silva Ruete, ministro de Economía durante los gobiernos de Toledo, Paniagua y Morales Bermúdez y ministro de Agricultura de Belaunde.
Una periodista le hizo una pregunta: “¿No cree usted que la privatización ha creado serios problemas? Los concesionarios no cumplen con los contratos y, con ello, no se están cumpliendo con los estándares de los servicios privatizados”. Silva Ruete dibujó una leve sonrisa burlona y, a la vez, lanzó la mirada enérgica que le era característica.
“Mire. Si el Estado no es capaz siquiera de hacer algo tan simple como conseguir que se encargue de gestionar el servicio mismo... Es justo por eso que hemos privatizado”.
Silva Ruete no puede considerarse un liberal, pero sí era un economista pragmático con gran experiencia en la gestión pública. Conocía muy bien el Estado por dentro y conocía, por tanto, sus limitaciones. Su respuesta a la periodista lo demuestra. El Estado no es bueno gestionando servicios. Y más allá de consideraciones ideológicas, existe un problema práctico constatable en la experiencia: la privatización tiene entre sus objetivos trasladar la gestión a quien tiene los mejores incentivos para realizarla.
Pero la concesión es una privatización a medias. Mantiene la propiedad de los bienes en el Estado, le deja la responsabilidad de exigir el cumplimiento de obligaciones y, sobre todo, lo compromete a cumplir sus propias obligaciones. La concesión reduce la gestión del Estado, pero no la elimina. Y con ello, como bien anotó el ex ministro, incluso en lo que le queda de gestión, no suele manejarla bien.
La demanda de uso del aeropuerto Jorge Chávez ha obviamente superado su capacidad. El Estado tenía una obligación con plazos claros en el contrato de concesión: entregar los terrenos para la ampliación necesaria para atender el crecimiento de tráfico del aeropuerto. Los entregó recién esta semana. Para cumplir su obligación se demoró cuatro gobiernos y 18 años, es decir, toda la vida de una persona para alcanzar la adultez.
Los costos que ello ha implicado son inmensos para el concesionario, para el Estado y, sobre todo, para los consumidores (todos nosotros) tanto en las incomodidades y demoras como en las tarifas que nos cobran, dentro de las cuales quedan incluidos los costos que la displicencia y negligencia del Estado nos han generado. Si una empresa privada se demorara 18 años en cumplir una obligación contractual esencial, su gerente (cuando no su directorio) sería despedido por las consecuencias que su ineptitud ha generado.
Así que cuando se queje del costo de los pasajes y servicios aeroportuarios, recuerde que es muy posible que esté dirigiendo su ira contra las entidades equivocadas.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.