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Por qué Pablo Casado se equivoca con la inmigración
Jue, 09/08/2018 - 15:10

Juan Ramón Rallo

Hasta el colapso final y más allá
Juan Ramón Rallo

Director del Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana (España) y profesor asociado de la Universidad Rey Juan Carlos.

El nuevo presidente del PP ha supuesto en algunos aspectos —sobre todo económicos— un soplo de aire fresco frente a la naftalina socialdemócrata montoril que previamente había contaminado al partido. En otros, empero, solo está tratando de dibujar un perfil programático a la derecha del PSOE, lo que le lleva a posiciones políticas poco compatibles con la defensa de la libertad individual. Me refiero, por ejemplo, a su famoso tuit en contra de la afluencia de inmigrantes africanos:

La reflexión, aun cuando no sea totalmente equivocada, sí está profundamente desenfocada. Y lo está por dos razones: por un lado, porque exagera la magnitud presente del problema; por otro, porque parece olvidar —incluso desdeñar— la existencia de soluciones liberales muy preferibles a conservar el actual Estado de bienestar a costa del cierre fronterizo.

Primero, al revés de lo que las palabras de Casado parecen transmitir, España se halla muy lejos de estar absorbiendo a “millones de africanos”. A 1 de enero de 2018, los extranjeros procedentes de África que residían en España alcanzaban la cifra de 930.000 personas (y la población residente nacida en África, las 996.000 personas). Estamos hablando, pues, de apenas el 2% de toda la población nacional. El porcentaje podrá parecernos más o menos alto, pero ni siquiera es el más elevado de nuestra historia: el 1 de enero de 2011, los africanos residentes ascendían a 1,07 millones de personas, el equivalente al 2,3% de la población española. Por consiguiente, en la situación actual, ni siquiera hemos regresado al punto en el que nos hallábamos siete años atrás. Acaso se contraargumente que, a diferencia de entonces, ahora estamos padeciendo una presión migratoria insostenible. Pero el saldo migratorio neto con respecto a África apenas fue en 2017 de 20.500 personas (y durante los años de la crisis, llegó a ser negativo). Incluso si tomamos las cifras de entradas irregulares (buena parte de los cuales serán repatriados más adelante), a 31 de julio se contaba a 26.250 personas: apreciablemente más que el año anterior —12.100— pero lejos de un alud absolutamente inmanejable.

Segundo, aunque no disponemos de un estudio exhaustivo que cuantifique la balanza fiscal de la población inmigrante, la evidencia (parcial) con la que contamos en España parece indicar justo lo opuesto: que la inmigración no ha constituido hasta la fecha una carga fiscal para los españoles, sino más bien un alivio (y en Europa, la evidencia apunta en una dirección similar). La razón es, esencialmente, doble: por un lado, debido a su edad media, los inmigrantes no suelen ser perceptores de las dos mayores partidas presupuestarias del Estado de bienestar (pensiones y sanidad) y, en cambio, sí aportan como trabajadores ingresos a las arcas del Estado; por otro, la entrada de inmigrantes tiende a impulsar el crecimiento económico interno, lo que también redunda en mayores ingresos estatales.

Lo anterior, claro, no significa que los inmigrantes no puedan llegar a convertirse en beneficiarios netos bajo ningún contexto: todo depende del marco institucional del que nos dotemos. Si instauramos un Estado de bienestar dirigido a reemplazar la inserción laboral de los ciudadanos por las transferencias pasivas de las administraciones públicas (ese sería el caso paradigmático de, por ejemplo, la renta básica universal), entonces es evidente que tenderemos a atraer a un perfil de inmigrante más interesado en capturar ayudas estatales que en generar riqueza cooperando en el mercado con el resto de sus conciudadanos. En lugar de a prosperar trabajando, el inmigrante vendrá a prosperar acaparando subsidios públicos: los inmigrantes se convertirán no en activos sociales para el país receptor, sino en cargas sociales. Esta última no es una idea que se haya gestado en la xenófoba imaginación de los intelectuales de la extrema derecha continental, sino que es algo reconocido por los propios intelectuales de izquierdas partidarios de opciones redistributivas como la renta básica.

Ahora bien, en lugar de condenar la inmigración 'in toto', como si fuera un elemento intrínsecamente incompatible con la prosperidad de un país, un discurso liberal sobre esta cuestión debería enfatizar que los inmigrantes son bienvenidos bajo dos sencillas condiciones (que, por cierto, también deberían ser aplicables a la población local): la primera, que se respeten las reglas básicas que estructuran las sociedades libres (esto es, el imperio de la ley); la segunda, que se busque prosperar merced a la generación de riqueza mediante mercado y no merced a la sustracción de riqueza mediante el Estado. De ser así, las reformas liberales a impulsar para España no deberían consistir en el cierre a cal y canto de las fronteras, sino en reformar nuestro Estado 'social' para, por un lado, eliminar aquellos obstáculos regulatorios que impiden la inserción efectiva de los inmigrantes en el mercado laboral y, por otro, reducir el grado de redistribución estatal de la renta (y, sobre todo, someterla a una fuerte condicionalidad de inserción laboral).

Ese es el discurso que cabría esperar de un político que dice tener como primer principio programático la defensa de la libertad individual. A saber: primero, dimensionar adecuadamente la magnitud real del problema —en lugar de exagerarlo—; y segundo, plantear soluciones que respeten o amplíen la libertad de cada individuo —también la de los migrantes—. Pero, por desgracia, cuando se busca capitalizar todo el voto 'a la derecha del PSOE', inevitablemente se termina coqueteando con posturas que no son nada liberales.

*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.

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