Nacieron en pleno Periodo Especial, han vivido atrapados en la dualidad monetaria y cuando obtengan su título ya Raúl Castro no estará en el poder. Son los más de cien mil jóvenes que acaban de entrar a la enseñanza universitaria en todo el país. En su breve biografía se incluyen experimentos educativos, batallas de ideas y la irrupción de las nuevas tecnologías. Saben más de X-Men que de Elpidio Valdés y solo recuerdan a Fidel Castro de viejas fotos y documentales de archivo.
Son los chicos del wifi y las redes piratas, criados con el “paquete” de audiovisuales y la antena parabólica ilegal. Algunas madrugadas las pasan conectados a través de routers, metidos en videojuegos de estrategia donde se sienten poderosos y libres. Quien intente conocerlos debe saber que han tenido maestros emergentes desde la escuela primaria y a través de la pantalla de un televisor les enseñaron gramática, matemática e ideología. Sin embargo, han terminado siendo los cubanos menos ideologizados que pueblan hoy esta isla, los más cosmopolitas y con mayor visión de futuro.
Al llegar a la secundaria básica jugaron a lanzarse el pan de la merienda obligatoria mientras sus padres les pasaban furtivamente el almuerzo a través de la verja de la escuela. Tienen una capacidad física especial, una adaptación que les ha permitido sobrevivir al medio: no escuchan lo que no les interesa, cierran los oídos ante las arengas de los matutinos y de los políticos. Parecen más indolentes que otras generaciones y en realidad lo son, pero en su caso esa apatía se comporta como una ventaja evolutiva. Son mejores que nosotros y vivirán en un país que nada tiene que ver con el que nos prometieron.
Hace unos meses, estos mismos jóvenes, protagonizaron el más sonado caso de fraude escolar que se haya destapado públicamente. Quién quita que entre quienes lograron entrar a la enseñanza superior, algunos hayan comprado las respuestas de un examen de ingreso. Están acostumbrados a pagar por aprobar, pues han tenido que apelar a repasadores para que les enseñen los conocimientos que debió darles la escuela.
Muchos de los que recién se matricularon en la universidad tuvieron maestros particulares desde la escuela primaria. Son los hijos de una nueva clase emergente que ha usado sus recursos para que sus hijos alcancen un pupitre a la diestra –o a la siniestra– de la alma máter.
Estos jóvenes se vistieron con uniformes en sus anteriores grados escolares, pero han peleado por diferenciarse en el largo de una camisa, en un flequillo de pelo decolorado o a través del pantalón que se cae más abajo de las caderas. Son los hijos de quienes apenas tenían una muda de ropa interior en los años noventa, por lo que sus padres trataron de que “no pasaran por lo mismo” y han apelado al mercado ilegal para vestirlos y calzarlos. Se ríen de la falsa austeridad y no quieren lucir como milicianos, les gustan los colores intensos, los brillos y los atuendos de marca.
Ayer, cuando inauguraban el curso escolar, recibieron una perorata sobre los intentos del “imperialismo de socavar a la Revolución a través de la juventud”. Fue como una débil llovizna que discurre sobre superficie impermeable. Tiene razón el Gobierno en preocuparse, estos jóvenes que han entrado a la universidad nunca resultarán buenos soldados, ni fanáticos. La arcilla de la que están compuestos no es moldeable.
*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com