Cuando lea esta columna, ya habrán jugado Perú y Brasil. ¿Estamos todos entusiasmados? No. Hay muchas personas (más de las que se imagina) a las que no les interesa el fútbol. ¿Tendrá sentido sacar una ley que multe a aquellos peruanos que no vean el partido? Parece que no. Carece de objeto obligar a otros a participar en lo que no les interesa.
Pero vayamos un poco más allá. Imaginemos que se decide que el próximo entrenador de la selección será elegido por todos los ciudadanos mediante una elección con voto obligatorio. ¿Elegiríamos al mejor entrenador?
Votarían muchas personas a las que no les interesa el fútbol. A esas personas no les importa si el próximo entrenador es Ricardo Gareca o Héctor Becerril. Un voto desinteresado tenderá a ser un voto desinformado. Las probabilidades de tener a Becerril de entrenador se incrementan si permitimos votar a quienes no les importa el fútbol.
Lo mismo pasa en política. Si obligamos a quienes no les interesa la política a votar, se incrementa la cantidad de voto desinformado. Con ello, aumenta la posibilidad de que se vote por malos candidatos. Y, adivinó, tendrá a Héctor Becerril (y a muchos otros parecidos) en el Congreso.
Cuando en cada elección escuchamos a los reporteros repitiendo una y otra vez que los peruanos estamos masivamente yendo a cumplir nuestro deber cívico, estamos escuchando un absurdo. Antes que cívico, el deber es legal: si no votamos, nos multan. En la inmensa mayoría de países civilizados, el voto es voluntario.
Es difícil explicar por qué en los países de voto voluntario la gente va a votar. En el sufragio se produce un fenómeno conocido como ignorancia racional. Se aplica a una situación en que lo racional es mantenerse ignorante porque obtener la información es más costosa que los beneficios que trae.
Votar informadamente es costoso. Además de los costos de desplazarse al lugar de votación, hay que estudiar y comparar candidatos, planes de gobierno, ideologías. Ello toma mucho tiempo y el tiempo cuesta. ¿Y cuál es el beneficio de votar informadamente? Es casi cero. En realidad, su voto solo vale algo en una situación: si la elección se gana por un voto. Y ello no pasa casi nunca. En todas las demás situaciones, su voto es irrelevante para su bienestar, pues el resultado de la elección sería el mismo si voto que si no voto: recibiré el mismo gobierno. Por eso es racional no votar. No hace ninguna diferencia.
Ir a votar informado cuesta mucho y no me rinde ningún beneficio tangible. Este fenómeno se agudiza si el voto es obligatorio, pues tendré más personas tomando una decisión sobre algo que no les interesa. Con ello, la decisión política se formará con un mayor grado de ignorancia.
Por eso es tan lamentable que quizás una de las reformas políticas más importantes brille por su ausencia: la eliminación del voto obligatorio. La calidad de la política no mejorará si no mejoramos la calidad del voto. La calidad del voto depende del nivel de información del votante. Y, a su vez, esa calidad depende del interés de quien vote. El voto obligatorio va, en ese sentido, en contra del tráfico.
* Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.