El pasado 13 de octubre, llegó al aeropuerto de Barajas el opositor venezolano Lorent Saleh, desterrado por el régimen de Nicolás Maduro luego de cuatro años de encierro sin juicio, lapso en que estuvo sometido a torturas físicas y sicológicas.
El joven de 30 años edad, ganador del Premio Sajarov el año pasado, llegó a Madrid acompañado del secretario de Estado de Cooperación Internacional para Iberoamérica y el Caribe, Juan Pablo de Laiglesia, funcionario español que negoció su libertad.
Acusado de 53 cargos, de los cuales ni uno sólo se probó, Saleh es apenas el cuarto preso político que el chavismo acepta desterrar. El día que lo excarcelaron ni siquiera le dijeron que lo conducirían al aeropuerto de Caracas para ponerlo en un vuelo de Iberia con destino a Madrid.
Apenas un par de días antes, el también opositor y concejal Fernando Albán murió luego de una sospechosa caída desde el piso 10 de la siniestra sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), la policía política del chavismo, en lo que el gobierno venezolano calificó como “suicidio”.
Por eso, podrá usted imaginar lo que habrá pensado Saleh cuando fueron por él a su celda y se lo llevaron en una patrulla sin decirle mayor cosa.
Hijo único de una humilde costurera de origen palestino, Saleh se volvió activista por los derechos humanos a los 20 años de edad. La mitad del tiempo que lo tuvieron preso estuvo en una infame prisión conocida como La Tumba, que se encuentra cinco pisos bajo tierra, en un edificio de Caracas llamado Plaza Venezuela, el mismo donde ocurrió la muerte de Fernando Albán.
El pasado fin de semana, Saleh dio una entrevista al periódico español El Mundo y relató lo vivido.
“La Tumba es un laboratorio creado para la aplicación de un tipo muy particular de torturas. Un lugar sofisticado, moderno. La gente no lo sabe. Sólo ha visto imágenes de El Helicoide, el otro gran centro de tortura del régimen.
“El Helicoide es lo criollo, el garrote, la costilla rota, el bate. El edificio es viejo y su interior es sórdido. Plaza Venezuela es distinto. La institución es la misma, pero la estética y los métodos son diferentes. La Tumba es la tecnología y la tortura psicológica. Todo brilla. Todo es limpio y blanco. El silencio es absoluto; la soledad es completa. Parece un manicomio futurista”.
Relató que en La Tumba lo tenían esposado hasta por 12 horas seguidas, rociándolo con agua y dándole descargas eléctricas, dejándolo cubierto en sus heces.
Saleh denunció que su detención se dio por un acuerdo entre Nicolás Maduro y el entonces presidente colombiano Juan Manuel Santos, quien lo entregó a Venezuela para que Maduro lo ayudara a negociar la paz con las FARC.
El activista se encontraba en Colombia, trabajando sobre un tema incómodo para los gobiernos de esos dos países: la ocultación de víctimas de las FARC.
“Santos necesitaba complacer a Maduro, que además lo tenía bajo chantaje a través de la guerrilla. Las FARC, el ELN y los grupos narcoterroristas con los que Santos buscaba un acuerdo forman parte del régimen venezolano. Maduro tenía la capacidad de tumbar el proceso de paz”.
No fue una deportación ni una extradición, explicó. Nunca estuvo ante un tribunal colombiano. “Santos me secuestró y me entregó (a los venezolanos) a sabiendas de lo que me pasaría”.
Cuando lo llevaron a La Tumba, Saleh fue desnudado, fotografiado, rapado. Lo metieron en una celda que “parecía el cuarto de refrigeración de un matadero”, una celda de dos metros por tres.
Allí, “enterrado en un sarcófago blanco” tuvo “la sensación de haber sido aplastado por el Estado en su mayor expresión de violencia. (…) El frío, glacial, lo usan para encogerte. Para reducirte a una lámina de piel. Para jibarizarte. Para que sepas que tú no vales nada (…) Su objetivo es anular todos los sentidos del preso, hasta que ya no sabe si está vivo o muerto”.
Cuatro veces trató de suicidarse, pero no lograron doblarlo como querían: que declarara contra opositores y denunciara una conspiración entre la oposición venezolana y el gobierno estadunidense.
Hoy, Saleh está vivo para contar lo que sucede en Venezuela, donde miles mueren a manos de la policía —el año pasado, 15 al día, según el Observatorio Venezolano de Violencia— y donde faltan alimentos, medicinas y otras cosas básicas, lo que ha llevado a millones a abandonar su tierra para sobrevivir.
Y al leer el relato de Saleh y decenas más, uno se pregunta qué está pensando ganar el presidente electo Andrés Manuel López Obrador con invitar a Nicolás Maduro a su toma de posesión, por qué querrá asociarse con ese régimen que sistemáticamente hambrea, encarcela, tortura, mata y destierra.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.