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Venezuela: San Ismaelito y la Corte Malandra
Mar, 04/10/2011 - 09:35

Ibsen Martínez

¿Por qué salí de Twitter?
Ibsen Martínez

Ibsen Martínez es escritor y ensayista venezolano. Su trabajo puede leerse regularmente en publicaciones locales tales como los diarios “El Nacional”, “Tal Cual” , “El Mundo, economía y negocios”, y el semanario “Zeta”, todos de Caracas (Venezuela). Ha sido colaborador de medios extranjeros como “El País”, “ABC/abcd” (suplemento cultura del diario “ABC”) y “El  Mundo”, de Madrid (España). También de “El Espectador” de Bogotá (Colombia), así como de las revistas literarias y de ideas “Letras Libres” de España, y El Malpensante, de Bogotá (Colombia). Desde 2005 he escrito  ocasionalmente en inglés para “Foreign Policy”, “The Washington Post” y durante cinco años para la página estadounidense “Econlib.org”, especializada en temas económicos.

En Venezuela no se vive, afortunadamente, lo que la jerga de las ONG llama "un conflicto interno armado"; esto es, una guerra civil abierta, con bandos políticamente beligerantes en sangrienta pugna por el poder.

Sin embargo, casi todos los "violentólogos", tanto ajenos como los del patio, dan a las matanzas en mi país la explicación favorita de la progresía: la causa de la mortandad es la pobreza, claro. Atacad ésta, se nos dice, y amainará la insensata balacera.

Pero un hecho escueto permanece: hace diez años Venezuela no figuraba en los anales superlativos de violencia y hoy día es, junto con El Salvador, uno de los dos países más violentos del continente. La Comisión de Seguridad y Defensa de la Asamblea Nacional -hasta ahora un sumiso y disciplinado órgano "legislativo"- calcula que en Venezuela hay actualmente 12 millones de armas de fuego en manos civiles. ¿Puede extrañar que en los últimos siete años 86% de los homicidios se hayan producido con armas de fuego?

Con todo, simpatizantes hay de Chávez que afirman -como lo hace Maurice Lemoine ("¿Arde Caracas?", Le Monde Diplomatique, edición Colombia, 17/8/2010)- que los asesinos caraqueños no son autóctonos, sino protervos agentes del paramilitarismo colombiano pagados por la CIA para crear zozobra en vísperas de elecciones parlamentarias. Mucho más arduo resulta explicar la saña con que se da muerte en Venezuela.

Si algo resulta tanto o más alarmante que la inseguridad misma, es el cariz vesánico que cobran las razias del "malandraje" -hamponato armado- en las ciudades venezolanas. Según la página roja, los caídos reciben un promedio de cinco balazos, pero los hay que presentan 14 ó 20 perforaciones.

Los caraqueños de mi generación recordamos con nostalgia los años 70, cuando la recomendación paterna a los hijos que salían de juerga era: "ya sabes, si te atracan, no te resistas; el malandro solo quiere tu dinero y el reloj".

Hoy día, sin embargo, pocas cosas pueden sublevar más a un malandro "engorilado" por el bazuko "piche" como una víctima servicial que muestre demasiado desprendimiento: significa que puede reponer el celular y que el carro está asegurado. Significa que es rico -"ser rico es malo", predica Chávez cada domingo- y normalmente recibe un tiro en la cabeza.

Estoy seguro de que el mismísimo René Girard se vería en apuros para explicar los estremecedores ritos fúnebres con que los malandros entierran a sus caídos en las guerras entre bandas o en enfrentamientos con la policía. La sabiduría convencional dice que en estos ritos macabros, que en Caracas se representan a pleno sol, se transfunden diversos cultos afroamericanos, presumiblemente llegados de Cuba.

El más espeluznante de estos cultos para una conciencia abyectamente eurocentrista -y políticamente incorrecta- como la de este servidor, es el de los paleros, quienes practican la profanación de tumbas en procura de las reliquias humanas que entran en la elaboración de sus nganga o amuletos protectores. Las osamentas más buscadas son las de personas que, en vida, hayan mostrado talentos superlativos. La idea es apropiarse de su "fuerza" por vía de magia empática.

Algunos de estos ritos se han mezclado con los "valores" del malandraje y hacen de los entierros de un múltiple homicida famoso, por ejemplo, una verdadera saturnal de música de salsa, licor, caravanas de motocicletas y disparos al aire de armas automáticas. Se baila guaguancó y reggaetón ante el féretro. Las funerarias de Caracas rehúsan prestar sus servicios a quien quiera haya sido muerto a balazos, se trate o no de una víctima inocente: temen que la banda rival se presente en la sala de pompas fúnebres a saldar cuentas con los compinches del muerto. O que abaleen el féretro del delincuente en rabiosa demostración de desprecio.

De estas prácticas, que llevan ya algunas décadas, ha surgido una deidad a la que se rinde culto en los altares sincréticos venezolanos. En éstos, el panteón de la "santería" afrocubana desde hace años se confunde con deidades autóctonas. La nueva deidad se llama Ismael Sánchez, el "santo mayor" de la llamada "Corte Malandra", integrada por los espíritus de malandros muertos, algunos hace más de 40 años.

Llamado por sus fieles "Ismaelito", en su tumba del Cementerio General del Sur -uno de los más profanados por el culto palero-, nunca faltan flores, velas encendidas y hasta ex votos. Su efigie lo muestra con la mano apoyada en la culata de una nueve milímetros que lleva semioculta en la pretina. Circula en los barrios una confusa hagiografía sobre "Ismaelito", su vida y milagros. Es un santo protector a quien encomiendan a sus esposos e hijos los familiares de homicidas presos. También los malandros en activo que solicitan sus buenos oficios y, last but not least, todo aquel que se sienta potencial víctima del hampa.

Vivo muy cerca de un barrio bravo. Yo también me encomiendo a Ismaelito cada mañana, "sin creer ni dejar de creer", como diría mi santa madre. Prefiero el pensamiento mágico a la sociología del Foro Social de Porto Alegre y al miedo permanente.

*Esta columna fue publicada originalmente en ElMundo.com.ve.

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