Muchos opinan que el real adversario de Henrique Capriles R. es un pueblo envilecido por las dádivas. Pero ese análisis solo sirve a la autocomplacencia de los malos perdedores.
Acaso habría sido mejor titular "¿súbditos versus ciudadanos?" para dar cuenta de la naturaleza de cada una de las dos mitades de la discordia venezolana.
Si atendemos a algunas efusiones de las llamadas "redes sociales" podríamos pensar que el gobierno de un petroestado populista, en una versión tan caudillesca y colectivista como lo es el chavismo, es electoralmente inconmovible.
En la superficie de la decepcionada marejada de lamentos de muchos votantes opositores flota la noción de que el verdadero adversario de Capriles Radonski es un pueblo envilecido hasta la anestesia por las dádivas de un caudillo instigador de resentimientos, un iluminado del odio social.
Es la única explicación que sabe dar quien sucumbe a una especie de rabiosa perplejidad ante el hecho de que los apagones consuetudinarios y los sucesos de Amuay no hayan tenido, al parecer, ninguna consecuencia electoral favorable a Capriles en el estado Falcón.
O que la indetenible matanza de personas inocentes, víctimas de la violencia criminal en los populosos barrios pobres de las grandes ciudades, tampoco parezca mover el voto en dirección opositora.
Quienes así piensan tienen, creo yo, solo en parte razón. Supuesto que un petroestado populista y clientelar como el nuestro ha dedicado décadas -desde mucho antes de la "era Chávez", todo hay que decirlo- a sujetar; esto es: a asegurar la sujeción de gran parte del electorado por vía de la dádiva, es lícito suponer que el jefe de un tal Estado no gobierna sobre ciudadanos, sino sobre súbditos.
Del súbdito no cabría esperar actitud crítica respecto de la ineptitud del gobernante, ni de sus abusos y, en consecuencia, mucho menos un voto en pro de un sistema de libertades en el que impere la alternabilidad.
Para el súbdito, tanto como para el autócrata, cuanto más estable y predecible sea el vínculo de la dádiva, más consolidado el régimen autoritario y cualquier otra consideración saldría sobrando.
Opino que pensar de ese modo solo sirve a la autocomplacencia moral de algunos malos perdedores, porque también es un hecho cierto que la oferta de Henrique Capriles, esto es, la oferta de una mayor gobernabilidad, de una mayor transparencia en la gestión de los dineros públicos, atrajo sectores del, por así llamarlo, "electorado súbdito".
Prueba suficiente, digo yo, de que no anduvo tan descaminada la estrategia de campaña.
Con todo, admitamos provisionalmente que haya dos Venezuelas irreconciliables. Una de ellas, interesada en valores propios de la democracia liberal (por evitar esa mala palabra, el bando opositor aceptó la expresión "progresista"), se reclama ciudadana en el sentido de que sus integrantes se piensan actores políticos críticos del gobernante.
La otra, beneficiaria de la largueza del gobernante, una largueza que, se presume, basta para ahogar cualquier crítica a su ineptitud o irresponsabilidad, llámese esta tragedia de Amuay, apagón, motín carcelario o matanzas de fines de semana, obvia cualquier insuficiencia o abuso a cambio del favor clientelar.
La pregunta acuciante no es si una nación dividida de tal modo, es viable, sino por cuánto tiempo.
*Esta columna fue publicada originalmente en ElMundo.com.ve.