Las recientes crisis que ha vivido la región –de una magnitud de energía que no se tiene recuerdo– han sido un acelerador de la ilegitimidad y desaprobación institucional, con líderes que no logran sintonizar con la ciudadanía y mucho menos establecer un principio de autoridad. A partir de hoy hay que escribir paráfrasis de la frase que, según Dante Alighieri, en su obra la Divina Comedia, se suspendía en el frontis de la entrada al infierno: “Abandonad toda esperanza quien entre aquí; para escribir: Abandone toda esperanza de bienestar como resultado del actuar de sus gobernantes”.
¿Pero cómo llegamos tan rápido a este nivel de degradación y descomposición del marco constitucional, la democracia y su respectivo tejido social? Sin duda estamos frente a un fenómeno extremadamente complejo y que requiere de un análisis multidimensional. Sin embargo, dentro de esta falla multisistémica, hay algunos factores que resultan evidentes y que cabe la pena destacar.
En toda crisis, la oportunidad de resolverla o al menos de mitigarla, depende en gran medida de la confianza y reputación de sus líderes. Ese juicio fundamental de la ciudadanía es un activo intangible clave que en nuestro país se perdió por completo. Si bien, la crisis reputacional es transversal a todo el “establishment”; el presidente de Chile y sus ministros carecen de toda estima en atributos claves como el carisma, empatía y conexión ciudadana. Incluso, su habilidad como tecnócratas económicos está siendo fuertemente cuestionada.
En consecuencia, respiramos un vacío de poder que expresa debilidad y en el que cuesta encontrar aliados capaces de inmolarse por el Gobierno y lo que este representa. El caso de Chile y la aprobación parlamentaria del retiro del 10% de las AFP es el mejor reflejo de este fenómeno. El comportamiento errático, la ausencia de liderazgo y su nula reserva reputacional, solo contribuyen a la corrosión democrática. Con todo lo anterior, si bien el liderazgo presidencial no es la causa en sí misma, ha sido un facilitador del deterioro institucional; y qué duda cabe que su liderazgo representativo de la “élite” es el símbolo máximo del malestar social.
Es así como nuestra frágil democracia ya ofrece mínimas resistencias y más temprano que tarde podría llegar su peor castigo; la oclocracia, que se impone con anomia, como el último estado de degeneración del poder y que es terreno fértil para tiranías y populismos. Esta fase ya la advertía Aristóteles, llamando a tener exquisitos cuidados con la democracia, para no caer en “el más nefasto de todos los sistemas políticos, en la que manda una masa manipulada demagógicamente”.
Esto nos ha expuesto a enfrentamos al “gobierno de la muchedumbre”. Hoy, es el pueblo el que manda a través del mundo digital y sus representantes. Escogidos por voto popular no son más que simples marionetas reducidos a la ejecución de lo que quiere la calle. Vivimos en una suerte de casa de vidrio, llena de emoción y ausencia completa de razón; donde todo cabe en la esfera de “lo público”, donde el arma de destrucción masiva es el smartphone con el que se expresa esa “verdad social” subjetiva, autoconvocada y que se resiste a cualquier filtro de la racionalidad. En que los errores se hacen latentes y se castigan con máxima odiosidad.
Ya lo decía el reconocido filósofo y periodista italiano Antonio Gramsci “mientras el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. A eso nos estamos exponiendo. Cuando la turba se impone, ahogados en su individualismo, subjetividad, intolerancia y narcisismo sin límites; es entonces cuando la democracia se vuelve inservible, en todas sus esferas.
El maestro de la persuasión y la propaganda nazi, Joseph Goebbels, hablaba de la necesidad de construir el imaginario de un enemigo común causante de todos los males. Con soluciones llenas de utopía y totalitarismos capaces de ofrecer soluciones simples a problemas increíblemente complejos, en que por medio del odio y él resentimiento persuaden a la mayoría. En Chile, estamos caminado muy cerca de esa estela; en que todo se trata de un simplismo en el que reducimos todo a un único factor de injusticia social, alimentando el peligroso imaginario discursivo del pueblo contra la élite.
Por lo mismo, el tamaño del problema requiere de estadistas capaces de dominar las percepciones, templar con carisma el desencanto del pueblo, encontrar un balance un punto de equilibrio entre la “verdad social” y el racionalismo objetivo. En el mundo actual, administrar esa relación es uno de los desafíos más importantes a lo que nos enfrentamos. Necesitamos líderes que representen una nueva filosofía, a partir de una cultura valórica que vivan intensamente y que empatice con esta nueva y poderosa “certeza ciudadana”. Y es probable que aquellos que lo entienden y sean capaces de aceptarlo con rapidez, sean los ganadores finales en el futuro. Verdaderos y entregados que abran los ojos a la gente y, sobre todo, que no se dejen seducir por los encantos del poder. Todo este nuevo escenario requiere de herramientas que no están en ningún manual de la ciencia política, en el cual muchos siguen buscando respuestas.
Confío en que tendremos próximamente una consolidación de líderes y organizaciones capaces de escuchar, dialogar, y con argumentos establecer una disputa pacifica por el poder. Capaces de persuadir, y disponibles para ser convencidos y así reconstruir las relaciones de confianza con la ciudadanía. Generando un gran acuerdo democrático, que con solidaridad entregue paz social para la reconstrucción del país.
Finalmente, no me cabe duda que la gran mayoría de la ciudadanía quiere más y mejor democracia, una mayoría que hoy está siendo oprimida por una minoría vociferante y beligerante. El llamado es a no perder la esperanza y defender la democracia sin miedo. Los demócratas no podemos ser cómplices silentes del quiebre del sistema que por lejos más bienestar nos ha entregado. Lo que nos jugamos en este fin de ciclo es dialogar para lograr una necesaria transición reformista o simplemente el triunfo de la revolución.