Pasar al contenido principal

ES / EN

Aguas turbulentas en la relación México - EE.UU.
Lun, 29/07/2019 - 09:02

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Cuando el barco Andrea Gail zarpa del puerto de Gloucester en un acto desesperado por lograr la última gran pesca de la temporada, su capitán y tripulación no tenían ni la menor idea de lo que les esperaba en lo que acabó siendo conocido como la “Tormenta Perfecta”: todos los factores que podían salir mal se conjuntaron para producir un desastre de dimensiones inconmensurables. Algo así podría estarse cocinando en la relación México-Estados Unidos: quizá nadie lo esté buscando o deseando pero, poco a poco, se van acumulando elementos que, de no atenderse, podrían producir el tipo de choque que desde hace más de tres décadas parecía haberse eliminado del panorama.

Por casi un siglo, la relación entre las dos naciones vecinas varió entre violento a conflictivo a distante. La invasión norteamericana de 1846 cimbró a México, provocando una reacción nacionalista a la que algunos historiadores atribuyen el verdadero nacimiento de la mexicanidad. Las dos naciones experimentaron altibajos durante el periodo revolucionario, con crisis eventuales por la amenaza de no reconocimiento de un nuevo presidente mexicano, con todo lo que eso implicaba. Los gobiernos postrevolucionarios mantuvieron una relación distante, a la vez que promovían la unidad nacional empleando a la pérdida del territorio como instrumentos de cohesión interna. Todo esto era factible porque México tenía su mirada puesta al interior del país y sus lazos con el exterior eran importantes pero esencialmente simbólicos.

Las crisis financieras de los setenta y ochenta obligaron a replantear la política económica y eso conllevó a una redefinición de la relación con EUA. México comenzó a exportar cada vez más bienes al mercado norteamericano, lo que provocó conflictos comerciales: desde acusaciones de dumping hasta boicots al atún. Por primera vez desde la guerra de independencia, México comenzó a ver a su vecino como una fuente potencial de solución a sus problemas económicos. De la misma manera, Estados Unidos enfrentaba problemas cuya solución requería de la cooperación del gobierno mexicano. La interacción bilateral crecía, pero los problemas -viejos y nuevos (desde el cierre de los cruces fronterizos de Nixon hasta la muerte del agente de la DEA Enrique Camarena)- se multiplicaban. Ambas naciones acabaron por reconocer la necesidad de establecer mecanismos para una relación funcional.

Al final de los ochenta, Bush y Salinas acordaron un conjunto de principios, explícitos e implícitos, para el buen funcionamiento de la relación y para la solución –o, al menos, manejo- de los problemas que son inherentes a una interacción tan compleja, amplia y disímbola, además de asimétrica, como la de estos dos países. El corazón de ese acuerdo radicó en un principio seminal: aislar los problemas y lidiar con cada uno de ellos por separado. El objetivo era que, al no vincular o mezclar asuntos distintos, se le pudiera dar cauce y viabilidad a lo fundamental y cotidiano.

La mezcla de asuntos no vinculados (como drogas y comercio) producía crisis constantes y ánimos exacerbados. Al acordar la compartimentalización, los dos gobiernos se comprometían a atender cada asunto en su justa dimensión, evitando que las cosas más explosivas para la política interna –como la migración para EUA o las armas para México- impidieran el funcionamiento de las que se han tornado naturales, no conflictivas e inherentes a la vida entre dos vecinos, como el comercio fronterizo. El acuerdo de Houston en 1988 permitió darle celeridad a la relación bilateral y eventualmente llevó al TLC. Un gobierno tras otro desde entonces –de ambos lados- se apegó al principio establecido porque reconoció el valor de no contaminar asuntos y, sobre todo, el riesgo de hacerlo porque siempre se entendió que una buena relación era de interés mutuo.

Al romper la esencia de aquel entendido –por vincular migración con comercio-, Trump ha puesto en entredicho los cimientos de la relación bilateral. Ya no es sólo el hecho de atacar a México y a los mexicanos de manera retórica, sino de amenazar la viabilidad del principal motor de la economía mexicana (las exportaciones) y poner al gobierno de AMLO contra la pared en un asunto, el migratorio, que es particularmente sensible para su base política y su legitimidad.

A la fecha, el gobierno mexicano ha respondido de dos formas: por un lado, desde antes, había anunciado su decisión de revisar el esquema de cooperación en materia de seguridad (el llamado Plan Mérida); por el otro, ha aceptado, a regañadientes, los términos de las exigencias de Trump en cuanto a la migración centroamericana. Las dos vertientes son contradictorias y, tarde o temprano, generarán chispas.

Hasta ahora, la discusión dentro de EUA ha ignorado el provecho que ese país deriva de la cooperación de parte del gobierno mexicano en diversos asuntos de su interés y que constituyeron el incentivo para que ellos activamente promovieran el acuerdo de Houston hace treinta años. El riesgo ahora es que su actuar presione de tal forma a un gobierno que, de por sí, preferiría regresar a un distanciamiento, que acabe destruyendo lo que ha funcionado con eficacia por tanto tiempo, para beneficio de las dos naciones.

Autores