Alternativas
Parafraseando a Marx y Engels, un fantasma recorre al mundo, el fantasma del populismo. Se trata de la lucha entre distintos modelos de desarrollo y formas de conducir a la política. Hoy se enfrentan dos modelos que aceptan la ortodoxia económica: el modelo de democracia de mercado que caracteriza a prácticamente todas las naciones ricas alrededor del mundo, con el modelo de capitalismo autoritario chino. Pero también hay otra disputa, la de los liderazgos políticos: hay jefes de Estado que siguen formas institucionales (lo que Weber denominó “dominación legal”), en tanto que otros han desarrollado perfiles carismáticos, igual de izquierda que de derecha (Trump, Bolsonaro, Chávez, Erdogan), todos los cuales caen bajo el rubro de populismo. Detrás de todo esto hay una batalla entre dos formas radicalmente distintas de concebir al mundo y de adaptase (o no) al entorno internacional y tecnológico predominante.
La contienda se presenta en dos niveles: por un lado, el anhelo de innumerables líderes políticos por romper con los impedimentos impuestos por la economía globalizada y el estrechamiento del mundo debido al avance tecnológico. Por otro lado, la lógica avasalladora de la producción descentralizada a lo largo y ancho del mundo, la ubicuidad de la información y, especialmente, la revolución de las expectativas que se deriva de los dos factores anteriores. La pregunta clave que todo líder político enfrenta es si realmente hay opción. Margaret Thatcher inauguró la frase de “no hay alternativa” para explicar la necesidad imperiosa de reformar a la economía británica. Esté o no uno de acuerdo con la filosofía de la llamada “dama de hierro,” la frase que ella empleaba resume la naturaleza de la disputa que sigue caracterizando al mundo.
Ernesto Laclau,* escribió que “normalmente se suele recurrir a la globalización para justificar el dogma de ‘no hay alternativa’ y el argumento más corriente contra las políticas de redistribución es que las constricciones fiscales a las que se enfrentan los gobiernos son la única posibilidad realista en un mundo donde los mercados no permiten ni la más mínima desviación de la ortodoxia neoliberal”. A partir de este planteamiento, Laclau propone pasar por encima de las instituciones republicanas para transformar la realidad.
Tan atractivo es este planteamiento que innumerables líderes políticos alrededor del mundo y de ideologías tan diversas han intentado romper con los marcos institucionales como propone Laclau. El grito de guerra de Trump era acabar con el “pantano,” noción no distinta, en un sentido conceptual, a lo que propone Podemos en España o que han procurado los Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador o López Obrador en nuestro país.
El problema de los proyectos voluntaristas, aquellos en que el gobernante desafía la ortodoxia e intenta imponer sus propias preferencias, es que usualmente chocan con la pared. México vivió severas crisis en la segunda mitad del siglo pasado precisamente porque diversos presidentes se sintieron libres de hacer de las suyas. Eso mismo ocurriría de adoptar el gobierno una línea de choque ahora con la consulta en materia eléctrica.
El fenómeno se ha agudizado en la era del conocimiento por dos razones: primero, con un par de excepciones (como Cuba y Corea del Norte), el mundo se ha integrado debido a las comunicaciones que hacen sumamente difícil que un país se abstraiga del resto del mundo. Antes, cuando no existían esas circunstancias, los presidentes festinaban la producción integral de automóviles o refinados del petróleo en su nación, sin inscribirlo en el contexto global. Hoy eso es imposible porque ya no existen plantas en que se fabrique la totalidad de un producto y, más importante, porque la población reclama satisfactores de alta calidad y de inmediato. La idea de que es posible ignorar lo que ocurre en el resto del mundo es inconcebible no por el mentado neoliberalismo, sino porque el electorado ya no lo tolera: al revés, espera respuestas aquí y ahora.
El planteamiento de Laclau y sus seguidores es muy bonito en términos políticos y anímicos, pero es disfuncional en el mundo de la realidad. Lo único certero que se puede afirmar de los proyectos voluntaristas (aquellos que no han sido constreñidos por la fortaleza de las instituciones, como fue el caso de Trump) es que han sido un desastre en términos de crecimiento económico y disminución de la pobreza. Aunque muchos del grupo gobernante discurren sobre los éxitos del régimen venezolano, la evidencia del desastre que es esa nación es abrumadora. La retórica puede ser generosa, pero la realidad es absoluta.
Como ha argumentado Jan-Werner Mueller,** la evidencia muestra que los ciudadanos que sostienen a gobiernos voluntaristas-populistas no son una mayoría silenciosa, sino una minoría vociferante. Es por ello que prácticamente todos los intentos por desafiar la realidad en la era del conocimiento acaban mal. Bill Hicks, un cómico, soñaba con un partido político para “personas que odian a otras personas”. Su problema era que no lograba juntar a su base para integrar el partido: al movimiento egoísta lo destruía su principio nodal. La realidad no se puede desafiar y eso es lo que acaba con estos voluntarismos insostenibles.
*Hegemonía y estrategia socialista; **The Myth of the Nationalist Resurgence