Entre el 19 y el 26 de septiembre ha tenido lugar el Debate General de la 78ª sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas, lo que en el dialecto multilateral se conoce como UNGA (“United Nations General Assembly”).
Todos los años, en torno a la tercera semana de septiembre, los líderes del planeta peregrinan hasta Nueva York y exponen en el púlpito de la ONU su visión sobre la situación global y los principales retos que afronta la humanidad. La ciudad se convierte en el centro de la diplomacia mundial: el tráfico se paraliza, los eventos se multiplican y las reuniones se suceden a un ritmo frenético.
Este año no ha sido una excepción.
Desde que el presidente brasileño Lula Da Silva inaugurara el desfile de mandatarios que pasa por la tribuna de la Asamblea General hasta que lo cerrara el representante marroquí, los 193 países miembros de la organización, junto con la Unión Europea, Palestina y la Santa Sede, han expuesto al resto del mundo sus prioridades internacionales y su visión sobre el devenir del planeta. Más allá de la sucesión de discursos formales, la singular concentración de líderes en la Gran Manzana permite el despliegue de una intensa actividad paralela que abarca desde foros públicos, reuniones regionales y mini cumbres a multitud de encuentros bilaterales.
Muchos ocurren entre bastidores, y no trascienden a la opinión pública. Pueden ayudar a desatascar conflictos largamente enquistados, sentando en una discreta habitación de hotel o en una improvisada oficina a enemigos irreconciliables. Para no pocos observadores, es en esta diplomacia de pasillos en la que reside el verdadero valor de este tipo de encuentros internacionales, más que en los discursos preparados o las sesiones guionizadas.
El ritual se repite cada año en Nueva York, pero conviene destacar que cada UNGA tiene un enfoque particular, con frecuencia marcado por la actualidad del momento.
A diferencia de las grandes citas que en su día adoptaron una gran declaración o marcaron un punto de inflexión en la agenda de Naciones Unidas, la de este año ha sido una cita de transición. Por lo general, son las fechas redonda y las grandes conmemoraciones las que determinan el nivel de ambición: fue el caso de 2020 con la celebración del 75 aniversario de la organización y la posterior adopción de “Nuestra Agenda Común”; 2015 con el lanzamiento de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS); la Cumbre Mundial de 2005 y la adopción de la Responsabilidad de Proteger; o la Cumbre del Milenio en 2000, que puso en marcha los primeros Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM).
No obstante, haríamos mal en equiparar transición con irrelevancia. La UNGA que acaba de concluir ha celebrado importantes reuniones de alto nivel sobre algunos de los temas clave para Naciones Unidas y la comunidad internacional en su conjunto: financiación para el desarrollo, lucha contra la tuberculosis, preparación ante futuras pandemias, acceso universal a la salud… Encuentros que permiten impulsar la colaboración internacional en torno a estas cuestiones, al menos en el terreno de las buenas intenciones.
Pero dos citas han destacado por su especial significación de cara a la agenda futura de la organización.
En primer lugar, entre el 18 y el 20 de septiembre tuvieron lugar dos cumbres consecutivas de líderes sobre los ODS y la Acción Climática. En gran medida complementarias, la reunión sobre los ODS constató la insuficiencia en su cumplimiento y produjo una declaración política que llama a redoblar los esfuerzos de aquí a final de la década, justo cuando acabamos de alcanzar el ecuador de la Agenda 2030.
Por su parte, la Cumbre sobre Acción Climática resaltó la necesidad de catalizar soluciones urgentes, creíbles y audaces para acelerar el ritmo y la escala de la transición verde, en respuesta a la emergencia medioambiental que vivimos. Ambas reuniones responden a la evidencia de que la pandemia, la Guerra de Ucrania y la creciente rivalidad internacional están jugando en contra de la cooperación internacional en materia de desarrollo y sostenibilidad. Pese a tener una hoja de ruta para hacer frente a los principales retos de nuestro tiempo, la estamos incumpliendo flagrantemente, poniendo en riesgo nuestra supervivencia como especie y la salud del propio planeta.
La otra cita celebrada en Nueva York que marcara el ritmo de la organización en los próximos meses fue la Reunión Ministerial que ha comenzado a preparar la Cumbre del Futuro, que tendrá lugar dentro de un año. Convocada por el Secretario General Guterres como parte del impulso reformador lanzado con ocasión del 75 aniversario de Naciones Unidas, la Cumbre del Futuro ofrecerá una oportunidad para repensar la actual arquitectura multilateral y corregir las notables deficiencias de una gobernanza global concebida al final de la Segunda Guerra Mundial, y que refleja tanto en sus estructuras, procedimientos y principios rectores una realidad más del ayer que del ahora que vivimos, por no hablar del mañana que ya está aquí.
La Cumbre del Futuro estaba inicialmente prevista para este año, pero la compleja situación internacional aconsejó postponerla hasta 2024.
Es un síntoma de la dificultad de avanzar cualquier agenda global en el actual contexto, cada vez más caracterizado por la confrontación de poderes y de modelos. Existe poco margen para el optimismo y para que mucho pueda cambiar en tan sólo doce meses: el Consejo de Seguridad está paralizado ante la flagrante agresión de uno de sus cinco miembros permanentes a un estado soberano; la Asamblea General evidencia votación tras votación la creciente división entre bloques enfrentados; el comercio internacional se encamina hacia una progresiva fragmentación y sus mecanismos sufren una dilatada parálisis; la preocupación por la seguridad estratégica y la resiliencia está erigiendo barreras a la apertura y los flujos internacionales; el gasto armamentístico se dispara mientras merman los recursos dedicados a la diplomacia, la prevención de conflictos o la cooperación al desarrollo.
UNGA 2023 ha sido otra huida hacia adelante, en un mundo en el que el multilateralismo atraviesa horas bajas. De los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, esos con derecho a veto, sólo Estados Unidos estuvo representado al máximo nivel esta pasada semana.
Pobre compromiso con Naciones Unidas: ni Xi, ni Macron, ni Sunak -ni por supuesto, Putin- aparecieron por Nueva York; sólo Biden hizo acto de presencia. Entre los que sí estuvieron, una vez más, abundaron las palabras y las promesa, pero pocos confían en que les sigan las acciones necesarias.
Con cada cumbre y encuentro que genera expectativas incumplidas, la confianza de la ciudadanía en el multilateralismo se erosiona un poco más.
Y aún así, no podemos perder la esperanza. La sociedad civil estuvo presente esta semana en Nueva York, reclamando un multilateralismo diferente: más democrático, más eficiente, más inclusivo. Nos queda el consuelo de poder celebrar que, al menos aún, todos los países se reúnen una vez al año y comparecen ante ese parlamento planetario que es la Asamblea General de Naciones Unidas.
Y nos queda soñar que, de una u otra forma, conseguiremos mejorar algún día esta gobernanza global tan necesaria de profundas reformas. Nos va todo en ello.