Decíamos en una columna anterior que, en general, había razones para creer que el nuevo gobierno estadounidense sería mejor para América Latina que su antecesor. Pero habría una gran excepción: el comercio internacional. Si nos atenemos a lo dicho y hecho por Joseph Biden desde su campaña electoral hasta la fecha, hay razones suficientes para creer que, en lo comercial, el suyo también será un gobierno proteccionista. Durante su campaña electoral, Biden publicó un artículo en la revista Foreign Affairs titulado Por qué América debe liderar de nuevo. En él advierte que un eventual gobierno suyo no ingresaría en ningún nuevo acuerdo comercial “hasta que hayamos invertido en nuestros ciudadanos y los hayamos preparado para triunfar en la economía global”. Añade que, cuando esté listo para iniciar nuevas negociaciones comerciales, lo hará con participación de “líderes sindicales y ambientalistas” (recordemos que las adendas laboral y ambiental al tratado de libre comercio (TLC) con Perú fueron una condición impuesta por los demócratas de la Cámara de Representantes para su ratificación).
Tal vez Biden no siga el ejemplo de Trump cuando amenazó con sanciones a sus propios aliados europeos si no excluían a empresas chinas, como Huawei, del desarrollo de su red 5G. Pero no porque considere que empresas como Huawei no son una amenaza para el liderazgo tecnológico de los Estados Unidos. De hecho, en el artículo en mención dice explícitamente que “si China se sale con la suya, seguirá robándole a los Estados Unidos y a sus empresas su tecnología y propiedad intelectual”. La razón por la que no amenazaría con sanciones a sus aliados es más bien que requiere de ellos para incrementar su poder de negociación frente a China. En palabras del nuevo Secretario de Estado, Anthony Blinken, Estados Unidos actuará en coordinación con sus aliados porque, al recibir presiones para cambiar sus prácticas reñidas con las reglas del comercio internacional, “a China le será mucho más difícil ignorar al 60% del PIB mundial que ignorar a la cuarta parte del mismo” (es decir, la proporción que representan por sí solos los Estados Unidos).
Ahora bien, no todo lo que dice un candidato en campaña habrá de plasmarse luego en políticas públicas. Sino recordemos cuando Bill Clinton fustigaba al gobierno republicano por ser demasiado complaciente con la dictadura china, para luego desplegar una política similar hacia ese país. Pero, en el caso de Biden, su primer discurso presidencial sobre política exterior y sus primeras acciones comerciales sugieren que parece dispuesto a llevar a cabo buena parte de lo prometido en campaña. En ese primer discurso, por ejemplo, dijo que “cada paso que demos en nuestra conducta exterior, debemos darlo teniendo en mente a las familias americanas de clase trabajadora”. Al parecer, Biden intentaría recuperar el respaldo de aquellos trabajadores industriales que, tras votar históricamente por los demócratas, en 2016 se decantaron por Donald Trump.
La protección a las industrias en las que trabajan sería políticamente viable porque, mientras los costos del proteccionismo han sido moderados y se distribuyen entre el conjunto de la economía, sus beneficios se concentran en un número relativamente pequeño de empresas. Siendo pocas y dependiendo una proporción significativa de sus ingresos de la protección del Estado, esas empresas tienen mayores facilidades e incentivos para organizarse y desplegar actividades de cabildeo con el fin de preservar esa protección.
Además, el 25 de enero Biden firmó una orden ejecutiva que fortalece la legislación conocida como “Buy American”, la cual favorece a empresas locales en las adquisiciones del gobierno federal. Es probable que ese decreto vulnere las reglas de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en tanto discrimina a empresas que no tengan su matriz en los Estados Unidos. Tal vez por eso, en palabras de la revista The Economist, la Administración Biden “Ha prometido esfuerzos diplomáticos para modernizar –lenguaje en código para ‘debilitar’– las reglas de la OMC”.