En la versión oficial, todo lo que falta para definir los próximos seis años es el nombre de la “corcholata” preferida por el presidente. Si eso fuera tan sencillo, ¿por qué tanta intriga, tantos cambios legislativos, tantas descalificaciones y tanta verborrea? De haber certeza en el panorama, el discurso sería muy distinto, sobre todo porque muchas de las luces ámbar que hay en el horizonte no están bajo el control presidencial, comenzando por la relación con Estados Unidos en todos sus ámbitos: la economía (clave para nuestras exportaciones), la frontera, la seguridad y la migración. La versión oficial es lógica, pero el México del siglo XXI no es el de hace cincuenta años en el que el presidente y su partido tenían control casi completo de las variables clave. En este contexto, ¿es posible y viable una candidatura unitaria y competitiva de oposición?
La contienda de 2024 debe situarse en el encuentro de tres realidades contrastantes. Una es el universo que el presidente ha querido recrear, imitando al viejo sistema con su presidencia omnipresente y mecanismos de control sobre todos y para todo. Segunda realidad es el entorno en que se localiza el país: un mundo integrado donde prolifera la información (y desinformación) a las que todo mundo tiene acceso y en el que los intercambios comerciales, financieros y personales son permanentes y cruciales para el desempeño de la economía. Y luego está la ciudadanía, que lleva décadas demandando acceso, participación y oportunidades y que, a pesar de ello, sigue caracterizándose por una obvia separación entre quienes se asumen como ciudadanos y quienes viven del gobierno y esperan que de ahí venga su bienestar.
Cada uno de estos elementos del contexto en que se dará la contienda tiene su importancia e impactará su evolución, pero quizá el más relevante en este momento es el histórico, tanto porque muchas decisiones tomadas hace décadas crearon el complejo entramado que hoy vivimos, como porque el presidente tiene la mirada firmemente puesta en el espejo retrovisor.
La estructura política actual tiene dos orígenes: el viejo sistema priista que se construyó hace casi un siglo; y lo que resultó de la reforma electoral de 1996. El primero ha sufrido afectaciones, la más importante de las cuales es el de haber desaparecido el binomio PRI-presidencia con la derrota del PRI en 2000, lo cual desmanteló a la hiper presidencia de antaño, pero no alteró las enormes fuentes de poder del presidente, que son las que con extraordinaria destreza ha reconstituido y aprovechado el presidente.
La reforma electoral de 1996 creó condiciones equitativas de competencia y una estructura que garantiza la limpieza y organización impoluta y neutral de las elecciones. Pero el otro lado de aquella reforma electoral fue que encumbró al viejo sistema político, extendiendo los privilegios de que había gozado un partido (entonces el PRI) a los tres partidos más exitosos electoralmente. También creó condiciones para obstaculizar al máximo la creación de nuevos partidos. Es decir, amplió el monopolio que antes era exclusivo del PRI pero no modificó el hecho de que fuera un monopolio. En otras palabras, cambió la manera en que se accede al poder pero el manejo del poder quedó sin cambios sustantivos.
Estos elementos del contexto son clave para la contienda que viene porque explican mucho de las dificultades que enfrenta la oposición para construir alianzas, atraer candidatos viables y montar una operación susceptible de ganar la elección presidencial de 2024. Los liderazgos partidistas gozan del beneficio del monopolio, no enfrentan competencia alguna, manipulan las candidaturas a su antojo y tienen una fuente segura de ingresos que les garantiza impunidad plena. A nadie debería sorprender que surjan candidaturas “ciudadanas” en el sentido que no se asumen como partidistas.
La constitución de una candidatura sólida de oposición acaba yendo a contracorriente y enfrentando innumerables impedimentos, lo que a la fecha ha beneficiado al partido en el gobierno. La pregunta obligada es si esto cierra toda posibilidad.
La respuesta es obvia: las puertas se cierran o se abren dependiendo de la capacidad de articular alternativas. México no es el primer país con elementos autoritarios y un gobierno decidido a conducir la sucesión a su manera y sin el menor recato en materia de (in)cumplimiento de las leyes respectivas. Además, hay tres factores novedosos: la oposición ganó en 2021; ahora el partido del establishment es Morena (los votantes han ido contra quien está en el gobierno en casi todas las elecciones desde 1997); y, más importante, por más que quiera evitarlo, el presidente va perdiendo control cada minuto. La pregunta pertinente acaba siendo: cómo se puede organizar una candidatura alternativa y qué es necesario para que eso sea posible.
Aunque hay medios para construir una candidatura, los obvios no siempre son conducentes al éxito: el dedazo tiene enormes costos y aquí no hay quien lo otorgue y las primarias tienden a restar más que a sumar en México. La oposición tiene que encontrar algún mecanismo que permita que se presenten los aspirantes a fin de que crezca, de manera natural, una candidatura que le hable a todos los mexicanos y que acabe siendo imparable.