La gran pregunta para el futuro de México es cómo crear una base para su desarrollo de largo plazo. Se trata de un eterno dilema que recibe respuestas y propuestas distintas cada seis años pero que nunca acaba de cuajar. El proyecto más ambicioso para lograr esa añorada transformación fue el Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano, que logró tres cosas vitales: primero, resolvió la crisis crónica de la balanza de pagos; segundo, sedimentó una plataforma de reglas claras y mecanismos para hacerlas cumplir, que se convirtieron en una fuente de confianza y certidumbre para empresarios e inversionistas; y, tercero, permitió la construcción y desarrollo de una planta industrial moderna, capaz de competir con los mejores del mundo. Nada de esto es pequeño, pero ciertamente resultó insuficiente.
El enorme éxito inherente al TLC no se extendió al conjunto del país. En un texto reciente en Nexos, Claudio Lomnitz argumenta que el producto final fue un México de reglas y un México dominado por la extorsión porque en este último no se llevó a cabo una reforma de justicia y seguridad que permitiera romper con los factores que históricamente han anclado al país en el subdesarrollo. Y, peor, que por el avance del crimen organizado ese México ha terminado anegado en un mar de violencia, incertidumbre y podredumbre. En su afán por lograr votos y popularidad sin dedicar ni un minuto a los asuntos de seguridad o desarrollo, el gobierno actual ha empeorado las cosas no sólo por ignorarlas, sino por hacerlas permanentes.
Escándalos recientes como el de las Fiscalía General de la República, los verdaderos objetivos de la llamada “prisión preventiva” y los conflictos de intereses con que se conducen algunos de los grandes negocios en el país, al margen de toda regulación o legalidad, permiten otear el verdadero problema que enfrenta el país y que el próximo gobierno tendrá que atender si ha de albergar al menos una mínima probabilidad de comenzar a revertir lo que hoy para muchos parece como el camino hacia un estado fallido en el que vastas zonas del país son inaccesibles para cualquier autoridad formal y en que la población ha sido sometida a un régimen de subordinación al narco, como ilustra la interminable cauda de asesinatos de periodistas.
En 1982 México se encontró en una crisis de proporciones dramáticas. La economía se contrajo de manera extraordinaria, el desempleo creció como nunca antes y el gobierno se encontraba en virtual bancarrota. Tomó diez largos años comenzar a dar la vuelta y fue el TLC lo que permitió atraer inversión que revirtiera la crisis de manera definitiva. La pregunta hoy, ante un escenario similar en concepto, aunque muy distinto en características específicas, es qué se requerirá para darle nuevamente la vuelta al país, pero esta vez con una salida que sea incluyente, que enfrente la problemática que afecta a ese otro México que hoy vive en la absoluta inseguridad, indefinición y sujeto permanente de extorsión, de un color u otro.
En contraste con los ochenta, donde los estadounidenses estuvieron más que dispuestos a colaborar con la construcción de un proyecto de solución -el TLC- esta vez el trabajo tendrá que ser interno, producto de la construcción de un entramado social y político que permita, de una vez por todas, darle forma a esta democracia tan maltrecha y propensa a fallar. Un proyecto de esta naturaleza implicaría reconstruir lo que podría denominarse el “pacto social,” lo que a su vez entrañaría redefiniciones muy precisas de responsabilidades y relaciones entre gobierno y sociedad, así como la edificación de mecanismos para hacer cumplir las reglas del juego que de ahí emanen.
El punto clave es que sólo una reforma integral del sistema de seguridad y justicia permitiría lograr semejante objetivo. Las reformas y/o estrategias que se han llevado a cabo en las últimas décadas han resultado insuficientes e inadecuadas para lograrlo. Por ejemplo, en lugar de comenzar por la construcción de una base de seguridad desde el nivel municipal, se optó por enviar al ejército a pacificar el país, con el resultado de que nunca se desarrolló un sistema policiaco o de justicia que atendiera los problemas cotidianos de la gente común y corriente, en tanto que lo mejor que puede decirse de lo hecho es que se evitó que creciera más el crimen organizado. Y para colmo, aún esto, con todas sus limitaciones, desapareció con la actual anti estrategia consistente en no hacer nada y confiar que las cosas se resuelvan solas.
La seguridad y la justicia son los dos grandes déficits que enfrenta el país y quizá sean también el boleto hacia el desarrollo y el futuro, suponiendo que se enfocan con una visión de resolver problemas, construir plataformas de estabilidad y seguridad de abajo hacia arriba, la única forma de cimentar algo permanente. La sociedad mexicana clama por seguridad y justicia, objetivos que han sido desairados por un gobierno tras otro.
El famoso ideograma chino dice que las crisis son también fuentes de oportunidad. México va derecho hacia una crisis social, económica y política. Años de desidia y, ahora, polarización, han creado una ceguera colectiva sobre lo único importante: la seguridad y la justicia como esencia del desarrollo integral. Es tiempo de avanzar en esa dirección.