Estados Unidos enfrenta su mayor recesión desde la Gran Depresión. Al escribir estas líneas, la pandemia del COVID-19 provocaba la muerte de más de 4.000 estadounidenses por día. Y, en política exterior, es probable que la principal prioridad del nuevo gobierno sea restañar las relaciones transatlánticas de cara a formular una estrategia común frente a la República Popular China. Decir, por ende, que América Latina no será una prioridad para la Administración Biden es una verdad de Perogrullo.
Pero que América Latina no esté entre las prioridades de política exterior del nuevo gobierno estadounidense no implica que las decisiones que este adopte en otras áreas no sean de interés para nuestra región. Por ejemplo, la decisión de reincorporarse al Acuerdo de París. Lima es una de las ciudades más grandes del mundo construidas sobre un desierto y los glaciares alto andinos que la abastecen de agua dulce se están derritiendo como consecuencia del cambio climático. Se trata de un problema mundial que no podrá ser resuelto si el segundo mayor emisor de los gases que producen el cambio climático (Estados Unidos), no participa de los pactos internacionales concebidos para lidiar con ese problema (como el Acuerdo de París). Es decir, que Estados Unidos tome decisiones en temas de política internacional sin necesariamente considerar cómo estas podrían afectar a Latinoamérica, no implica que esas decisiones no tengan consecuencias relevantes para nuestra región.
Lo mismo ocurre con la política migratoria de estadounidense. Las decisiones sobre la materia se adoptan con base en consideraciones de política y seguridad interior. Pero dado que la gran mayoría de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos procede de América Latina y el Caribe, esas decisiones tienen consecuencias substantivas para nuestra región. Por ejemplo, si bien el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (conocido por sus siglas en inglés como DACA) beneficia a jóvenes procedentes de más de 150 países, unos dos tercios de sus beneficiarios nacieron en México.
Por razones como esas podría decirse que los gobiernos demócratas solían ser algo mejores para nuestra región del mundo que los gobiernos republicanos, con una notable excepción: el comercio internacional. Históricamente el partido más proclive a respaldar políticas proteccionistas en Estados Unidos había sido el demócrata, no el republicano. El presidente Bill Clinton, por ejemplo, consiguió que el Congreso ratificase el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), por el respaldo mayoritario de los congresistas republicanos, dado que la mayoría de los congresistas de su propio partido, el demócrata, votaron en contra. Eso, sin embargo, cambió con Donald Trump, no en vano Canadá y México se vieron obligados a renegociar el TLCAN bajo amenazas de su gobierno.
En realidad, antes que los intereses de su país, el motivo por el que gobernantes de la región como Jair Bolsonaro intentaron forjar una alianza con la Administración Trump fue lo que, presumían, eran sus afinidades ideológicas y culturales. En palabras del canciller brasileño, Ernesto Araujo, los unía su común devoción por los valores de la civilización occidental y cristiana y su desprecio por lo que denominan “globalismo”. Pero, por si no le hubiera quedado claro que la consigna “America First” ni se refería al continente ni se hacía extensiva al Brasil, Trump trató a Bolsonaro peor que a su predecesor inmediato, Michel Temer. Por ejemplo, aprobó sanciones arancelarias contra las importaciones de acero y aluminio procedentes de Argentina y Brasil y, durante la pandemia en curso, prohibió el ingreso a Estados Unidos de cualquier persona que hubiese estado en Brasil durante los 14 días previos.
En otras palabras, Bolsonaro no parece entender que lo que motiva a Trump es el nacionalismo étnico, no una difusa reivindicación civilizatoria: cultiva una base política entre los blancos no hispanos de Estados Unidos, los demás cristianos occidentales le tienen sin cuidado.