Toda acción entraña una reacción igual y en dirección opuesta, la tercera ley de Newton, es aplicable igual a la física que a la política. Los gobiernos definen sus objetivos y medios para alcanzarlos y la población tiene que lidiar con las consecuencias: nadie ni nada puede esquivar este principio elemental. La situación se agrava y profundiza cuando la distancia entre la retórica y el mundo de la concreción se ensancha hasta que se pierde todo sentido de realidad, como ocurre con las mañaneras en las que no hay asunto que no amerite una réplica descalificadora como “yo tengo otros datos” o “no voy a caer en provocaciones.” Los resultados -o ausencia de estos- no se hacen esperar.
Las consecuencias de un gobierno que vive en su propia estratósfera las habrán de pagar todos y cada uno de los mexicanos de diversas maneras, pero hay tres que me parecen especialmente trascendentes por su crudeza, trascendencia y gravedad. La primera tiene que ver con la destrucción del capital humano que es inherente a la 4T. La estrategia del gobierno ha consistido en eliminar toda la capacidad técnica con que contaba el gobierno, promover la fuga de cerebros, la terminación de proyectos de investigación, la cancelación de becas a estudiantes y becarios que se encontraban estudiando en el extranjero (y las miles que ya no se han otorgado), la persecución judicial de científicos y el enorme desperdicio y dispendio de recursos en proyectos innecesarios y retrógradas, como el que ejemplificó el propio presidente al promover su famoso trapiche para producir jugo, una tecnología claramente superada y que no contribuía, antes o ahora, a disminuir la pobreza o mejorar los niveles de vida de la población.
Una segunda consecuencia se deriva de la distracción de dineros gubernamentales hacia proyectos y rubros de gasto que no sólo no son rentables, sino que en muchos casos implican pérdidas sistemáticas y de largo plazo, reduciendo recursos para administraciones futuras. La cancelación de proyectos emblemáticos como el aeropuerto, la cervecera y, más recientemente, la exclusión de la empresa Talos Energy para la explotación del yacimiento Zama son todos ejemplos de decisiones que envían el mensaje inconfundible de que la inversión privada, igual nacional que extranjera, no es bienvenida. En adición a esto, la insidia y desprecio a la importancia de la relación con Estados Unidos incide en decisiones y trae impactos, quizá no inmediatos, pero sin duda inconfundibles.
Cada una de esas decisiones tendrá su explicación y racionalidad política, pero todas tienen consecuencias y todas entrañan un enorme desperdicio por la inversión ya erogada y por el costo de oportunidad. El costo del aeropuerto va a ser doble: lo que se perdió y lo que se debe a los bonistas y otros participantes; y la nueva inversión en un aeropuerto que difícilmente podrá operar de manera exitosa. El caso de Zama será infinitamente mayor tanto por el ingreso que el gobierno dejará de percibir como por la indemnización que deberá pagar a Talos, así como los recursos requeridos para intentar desarrollar el yacimiento (para lo que Pemex no tiene experiencia). Se trata de un costo auto infligido que pagarán generaciones de mexicanos en el futuro. Peor, totalmente innecesario.
La tercera consecuencia, esa que el presidente Andrés Manuel López Obrador pretende que no existe, es la de la destrucción de toda fuente de institucionalidad, la que genera confianza entre la población, evita extremismos y genera oportunidades para el desarrollo económico. El presidente puede creer que sus palabras y sus clientelas son suficientes para crear un futuro promisorio, pero se equivoca: igual lo fundamenta que lo mina y, todo indica, ocurre más de lo segundo que de lo primero. El despido de la cabeza de su proyecto de manipulación y control político después de la intermedia confirma que su prioridad no es el desarrollo sino el control y el poder. El presidente podrá atraer nuevo talento a su gabinete pero, en la medida en que sus palabras y sus acciones digan lo contrario, el beneficio se diluye y lo que queda es cerrazón, polarización y desdén.
Los estudiantes que vieron sus estudios cercenados buscarán otras opciones, muchos no regresarán y todos acabarán frustrados y resentidos. Nuestros científicos, profesores, investigadores, empresarios y líderes sociales -los de hoy y los del futuro- verán esta etapa como lo que es: de destrucción y cancelación de oportunidades. Los estadounidenses no se quedarán con los brazos cruzados.
El proyecto que prometía acabar con la pobreza, la corrupción, la violencia y la desigualdad acabará acentuando todas y cada una de estas lacras. Los aplausos de hoy serán dedos flamígeros en el futuro: la eterna historia sexenal. En lugar de mejorar la realidad, ésta habrá empeorado. Otro sexenio perdido, pero peor.
“Hay algunas cosas, escribió Hemingway, que no pueden ser aprendidas rápido pero el tiempo, que es todo lo que tenemos, cuesta mucho para adquirirlas”. El tiempo perdido no tiene substituto y este gobierno va a haber retrasado el desarrollo del país mucho más que los seis años que le correspondían, todo por el mero prurito de intentar reinventar la rueda, esa que, en el siglo XXI, es digital: nada más distante del tan mentado trapiche.