Dice el dicho que uno desafía a la naturaleza a su cuenta y riesgo. En materia económica, existe amplia evidencia de los riesgos que entraña desafiar los principios más elementales de la forma de ser de la humanidad. Dedicar la actividad gubernamental a reconstruir una era que quedó atrás y que no es recreable no puede más que conducir al fracaso. En términos llanos, ningún gobierno sobrevive cuando desafía el contexto en el que intenta conducir los asuntos públicos.
Tres momentos cambiaron al mundo de manera radical: la imprenta de Gutenberg, la revolución industrial y, más recientemente, la revolución digital. Cada uno de esos instantes transformó la existencia de la población y alteró todos los patrones y modos de vida. Así como es indudable que hubo alguien que siguió produciendo látigos para carruajes jalados por caballos cuando apareció el automóvil, es absurda la pretensión de reconstruir el terruño nostálgico del pasado en el umbral de la revolución digital que nos ha tocado vivir en la actualidad.
Cada uno de esos momentos transformadores vino acompañado de dislocaciones: la más evidente y conocida es la que experimentó el empleo cuando aparece la máquina de vapor. En cuestión de unos cuantos años, la forma de producir −esencialmente con personas asistidas por animales de carga− se transformó, dejando una estela de sufrimiento en la forma de pobreza, desempleo y desazón. Quien quiera que haya leído las desgarradoras crónicas de Charles Dickens puede apreciar el enorme costo humano que estos procesos de cambio entrañan y su recuerdo explica la reticencia a aceptar la inevitabilidad de lo que implica y, sobre todo, la impotencia de todo el mundo −individuos y gobiernos− frente a la fuerza imparable de una revolución así.
El momento que nos ha tocado vivir implica exactamente lo opuesto a lo que intenta hacer el gobierno. Para comenzar, el mañana se convirtió en ayer: hoy todo es interdependiente y nada espera; lo que ocurre en China o Francia nos afecta y puede desatar acciones que un minuto antes de ocurrir parecían inimaginables. Así como Brexit prácticamente aniquiló a los partidos políticos tradicionales, Morena emergió como un movimiento que, en unos cuantos años, desplazó a las fuerzas políticas existentes; ya nada es permanente y todo cambia: la única constante es que ya no hay constates.
En segundo lugar, el sistema educativo tradicional ha dejado de ser relevante en un mundo en el que las habilidades que demanda el mundo productivo cambian inexorablemente. Los viejos sindicatos de la educación seguirán protegiendo los intereses de pequeñas mafias o a los extremistas del gobierno actual, pero no son más que impedimentos al ajuste que los niños de hoy requieren para poder ser exitosos en el mundo al que se enfrentarán mucho antes de lo que cualquiera pudiera imaginar.
De la misma manera, el gobierno que antes era todopoderoso hoy no tiene más remedio, si quiere ser relevante, que administrar su debilidad, una debilidad estructural que no tiene que ver con la coyuntura inmediata, sino con la forma en que funcionan las comunicaciones, los mercados y las demandas ciudadanas. La clave radica en fortalecer y hacer eficaces las funciones primarias del gobierno (como seguridad y servicios clave) pues la pretensión de controlarlo todo no es más que otra quimera que desafía la madre naturaleza, es decir, la realidad. Peña lo intentó y ya vemos donde está hoy.
El reto es flexibilidad y adaptabilidad, no control y dogmatismo. Ciertamente, la riqueza está mal distribuida y la vida cotidiana deja mucho que desear, todo lo cual se manifiesta en un casi total cese de la movilidad social, el factor que le confirió al país décadas de progreso y estabilidad en el siglo pasado. La solución no radica en más gasto o mayor austeridad -o en la expectativa fantasmagórica de la siempre inasible reforma fiscal que todo lo resuelve- sino en un uso muy distinto de los recursos. Si el factor clave de éxito reside en la agregación de valor a través del conocimiento, es imposible no concluir que lo urgente es un giro radical en la naturaleza del sistema educativo y lo que eso implica para la justicia, la seguridad y el funcionamiento de los mercados.
Los cambios que México requiere para construir una plataforma de desarrollo acelerado son muchos y sin duda complejos, pero, para lograr su cometido, tienen que ser compatibles con el mundo de la era digital. El autoritarismo, el control, el desprecio a la educación y el rechazo a la naturaleza del mundo productivo en el siglo XXI son recetas reaccionarias que no harán sino empobrecer al país. La serie de reformas que ha emprendido el gobierno y las que planea llevar a cabo en los próximos meses son producto de nada más que nostalgia y resentimiento.
Todo ello impedirá el progreso, medido éste como se quiera, y provocará lo contrario a lo buscado porque implica, a final de cuentas, ignorar −y, por lo tanto, desafiar− a la realidad. No es un buen puerto de partida, por decir lo menos.
Por loable que pudiera ser pretender regresar a un tiempo menos convulso y acelerado, se trata de un esfuerzo vano que desafía la fuerza de la naturaleza y, por ello, entraña riesgos inconmensurables.