El conflicto es la esencia de la política, pues es esta la que permite enfrentarlo, administrarlo y procesarlo. La diferencia más fundamental entre las sociedades que enfrentan conflicto radica en cómo lo resuelven, no en el hecho mismo de su existencia. Esta semana Washington fue un escaparate único de los dos lados del conflicto: su explosión y su resolución. “La medida de un país, escribió John Kampfner, no son las dificultades que enfrenta, sino cómo las supera.” ¿Cómo nos comparamos con eso los mexicanos?
Trump nunca fue un presidente normal. Desde su campaña para la presidencia se mostró como un retador de las instituciones y de la forma tradicional de hacer las cosas. Ahora se dedicó a negar el desenlace electoral y movilizó a sus seguidores para que forzaran un cambio en el resultado, incitándoles a tomar control del Congreso, que con grandilocuencia se ha llegado a denominar la “capilla de la democracia.” En esto, Trump rompió con la esencia de la política democrática, que parte del principio de que los participantes de entrada aceptan las reglas del juego. A semejanza del presidente Manuel Andrés López Obrador, Trump sólo acepta reglas que le favorecen y, sin embargo, el caos que su actitud provocó no duró más que unas horas. Para la madrugada siguiente, Joe Biden había sido formalmente declarado presidente electo y numerosas publicaciones, incluyendo muchas favorables a Trump, pedían su renuncia.
Comportándose como un vulgar tercermundista que privilegia la lealtad sobre cualquier otra cosa, Trump seguramente imaginó que su partido y las personas a las que él había postulado o apoyado para diversos cargos, vendrían a su rescate. Lo impactante de las últimas semanas, pero normal en un país con instituciones sólidas que trascienden a las personas, es la forma en que se procesó el conflicto hasta superarlo. El listado de quienes fueron anulando sus recursos legales y políticos es más que revelador porque fueron republicanos quienes acabaron con los sueños de opio de Trump y sus malévolas tácticas.
Fueron en su mayoría jueces nombrados por Trump quienes rechazaron sus recursos legales para eliminar votos estado por estado. Fueron los jueces nominados por Trump a la Suprema Corte (en quienes presumiblemente Trump cifró sus esperanzas de que lo protegerían) quienes rechazaron sus llamados a la salvación. Fue el gobernador republicano de Georgia a quien Trump apoyó para su elección, quien se negó a doblegarse ante la presión del presidente. Fue el líder republicano del senado, McConnell, quien se opuso a las maniobras que demandaba Trump para impedir la certificación de la elección de Biden. Fue Tom Cotton, uno de los trumpistas más aguerridos, quien abiertamente condenó el actuar de Trump, quizá indicando que, una vez partiendo, Trump no será tan amenazante para los republicanos como muchos imaginan. Y, para terminar, fue el vicepresidente Pence, quizá el más sumiso y leal de sus colaboradores, quien se apegó a la norma constitucional para poner el último clavo en el féretro de la presidencia de Trump. Para terminar con la intentona violenta, las policías y guardia nacional no chistaron en cumplir con su responsabilidad de restablecer el orden para permitir que procediera el proceso legislativo.
En el proceso de elección estadounidense, estruendoso y conflictivo como pocos, triunfaron las instituciones y todas las personas quienes, como actores responsables, se apegaron a las reglas del juego porque esa es la esencia de la democracia y de su función. Por más que Trump presionó e hizo berrinches, sus propios allegados se distanciaron.
El contraste no podría ser mayor: en México, por al menos seis años entre 2006 y 2012, López Obrador paralizó a la política mexicana e impidió que su partido, el PRD, participara en los debates legislativos. Hoy en día, su única misión parece ser la de eliminar cualquier cosa que obstaculice su ansia de poder, así esto implique el empobrecimiento de la población, particularmente aquella que hizo posible, con su voto, que ganara la presidencia. Sus colaboradores, antes y ahora, se han comportado como leales servidores a su causa, jamás privilegiando a las instituciones y a los valores superiores del desarrollo del país. El contraste es impactante.
Estamos por iniciar el periodo de campañas para la renovación de la cámara de diputados, 15 gubernaturas y centenas de municipios y legislaturas locales. El presidente ha mostrado absoluta displicencia para las reglas del juego, la mayoría de las cuales fueron hechas a su medida. A pesar de ello, está empeñado en ganar los comicios al costo que sea, violando toda norma y principio no sólo democrático, sino de la más elemental civilidad. Ya no son sólo las instituciones: ahora es al diablo con el país. Recuerda aquella frase de Chou Enlai: “Todo bajo los cielos es un gran caos. La situación es excelente.”
Primero provoca el caos para después convertirlo en oportunidad. Lamentablemente, en contraste con nuestros vecinos norteños, aquí no hay instituciones que lo resistan ni suficientes funcionarios que estén dispuestos a hacerlas valer. AMLO tiene a México en vilo; Trump lo intentó, pero sus instituciones se lo impidieron. Enorme diferencia.