Habrá en América Latina y el Caribe (8% de la población y 7% del PIB del mundo, y 8% de las emisiones globales de efecto invernadero), quien recuerde que lo que ocurrirá en las próximas semanas en Dubái, Emiratos Árabes Unidos (la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, COP UNFCCC en inglés), ya aconteció en 1998 y 2004 en Buenos Aires (COP4 y COP10), en 2010 en Cancún (COP16) y en 2014 en Lima (COP20). En 2019, la COP25 fue coorganizada en Madrid por Chile y España, por el estallido social chileno. América Latina nunca ha tenido un peso específico relevante en la política climática mundial, pero buena parte de las cumbres organizadas por países de la región están entre los hitos más relevantes del proceso.
Poco después de las negociaciones iniciales (COP1, Berlín, 1995, hace un suspiro y una eternidad al tiempo), se hizo evidente que muchos aspectos del Protocolo de Kioto, mecanismo operativo de la UNFCCC, estaban aún sin resolver. Dicho protocolo, adoptado en 1997 y ratificado en 2005 (COP11, Montreal) por todas las economías industrializadas del mundo, con la excepción de Estados Unidos, contenía compromisos vinculantes de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), en relación con los niveles de emisiones en 1990.
Tras las negociaciones en Lima, en 2014, quedó superado por el Acuerdo de París (COP21, 2015), quizás el hito más relevante en la lucha de la comunidad internacional contra el cambio climático. Los cabos sueltos condujeron a que, en 1998, se adoptase el Plan de Acción de Buenos Aires, estableciendo plazos concretos para consolidar los acuerdos de Kioto. Buena parte de esos compromisos renovados respondían a una necesidad: modificar los incentivos para reducir emisiones o, dicho de otro modo, encontrar buenas razones para tomar mejores decisiones, más allá del imperativo ético en la lucha contra el cambio climático.
En 2010, las partes signatarias de la Convención alcanzaron los Acuerdos de Cancún, que formalizaban el objetivo de no superar los 2°C de calentamiento global sobre los niveles preindustriales. El tiempo también condujo a superar ese umbral, pues en París se acordó, si bien no de modo vinculante, ajustarse a 1,5°C de calentamiento global, siguiendo las recomendaciones de la comunidad científica. A fin de cuentas, la lucha contra el cambio climático tiene mucho de carrera contra el reloj.
La COP28 podrá ser vista, en perspectiva histórica, quizás como un paso más, previsiblemente no determinante, quizás como una oportunidad menos y, en todo caso, en algún sentido como una ilustración de ese tiempo circular que representan los personajes de Úrsula Iguarán y Pilar Ternera en “Cien Años de Soledad”, de Gabriel García Márquez. El tiempo se repite, creando a veces un sentido de inevitabilidad. El análisis del progreso de las diferentes COPs contra el cambio climático conduce con frecuencia a la melancolía.
Esta nueva cumbre oficialmente promete conducir a acuerdos sobre la necesaria reducción de emisiones hasta 2030, en un intento de acelerar el avance hacia el mayor cambio estructural que vivirá la economía mundial: la descarbonización en 2050. También se esperan progresos sobre la financiación de la lucha contra el cambio climático: quién paga qué, cómo se garantizan los equilibrios entre emisores y afectados, cómo compensar las pérdidas acumuladas… A fin de cuentas, si uno conjuga el cambio climático en tiempo futuro es sólo por inercia gramatical.
Un cambio estructural en una coyuntura desafiante.
La cumbre llega en un momento de profundas convulsiones geopolíticas, mucho más allá de los enfrentamientos bélicos en Ucrania y en torno al conflicto en Israel y Gaza.
Llega al mismo tiempo en un contexto de crisis alimentaria mundial. En 2023, estamos alcanzando importantes niveles de inseguridad alimentaria aguda debido a crisis prolongadas en el tiempo y a nuevos conflictos. En 48 países, entre ellos Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, República Dominicana y Haití, 238 millones de personas padecen hambre, un 10% más que en 2022.
Por otro lado, el mundo padece una crisis energética global de profundidad y complejidad desconocida, al menos en los últimos cincuenta años. Europa está en el centro de esta crisis, con tensiones previas a la invasión de Ucrania, pero exacerbadas por ésta. Las implicaciones para los mercados, las políticas y las economías de todo el mundo son diversas. La relación en términos energéticos entre Europa y Rusia está devastada, lo que pone en duda la viabilidad de décadas de inversiones en infraestructuras para el transporte de combustibles fósiles.
La lucha contra el cambio climático a nivel mundial fuerza las costuras en muchos sentidos. Que sea imprescindible no implica que no tenga costes asociados. Como resultado de la transición energética (desplazando combustibles fósiles por fuentes renovables de energía y profundizando en una transición equivalente en el transporte de personas y bienes), las relaciones energéticas entre América Latina y la Unión Europea viven una rápida transformación con implicaciones directas en los flujos de comercio bilateral, la inversión y la integración de cadenas de valor. Aunque durante la crisis energética las exportaciones de hidrocarburos desde la región a Europa crecieron poco, el potencial para cooperar en la descarbonización es claramente más alentador.
La economía de América Latina y el Caribe es intensiva en capital natural, y su alto nivel de dependencia de estos recursos (incluyendo combustibles y minerales), expone su economía a la volatilidad de los mercados internacionales. Explorar oportunidades en el nuevo orden energético en construcción podría impulsar su desarrollo económico. No carece de activos para ello: su sector energético de bajas emisiones (como la energía hidroeléctrica o el gas no convencional, presentes de modo muy asimétrico en la región), sus reservas de recursos minerales críticos (litio, cobre y grafito, en países como Argentina, Brasil, Chile y Perú) y su potencial para el desarrollo de energías renovables de alta calidad (sobre todo eólica y solar fotovoltaica), significan que América Latina podría desempeñar un papel clave en la transición energética, sobre todo si esos esfuerzos se realizan con altos estándares en términos de sostenibilidad.
Sin embargo, también hay pasivos insoslayables. Como es bien sabido, América Latina tiene uno de los niveles más altos de desigualdad de ingresos del mundo. Esto se manifiesta también en el perfil de emisiones relacionadas con la energía, en el que el 10% más rico de la población contribuye al 40% de las emisiones totales, mientras que alrededor de 17 millones de personas siguen hoy sin acceso a la electricidad, por ejemplo.
En esta región -donde la aceleración del cambio climático aumenta la frecuencia e intensidad de fenómenos extremos, donde éstos causan distorsiones no menores en sistemas de energía, transporte o agua, donde se reduce la productividad y la capacidad de adaptación de muchos sectores, donde se observan daños potencialmente irreversibles en ecosistemas, donde se enfrenta el riesgo de desplazamientos forzosos de 17 millones de personas en las próximas décadas por motivos climáticos, donde buena parte de las emisiones de GEI están vinculadas a sectores primarios como la agricultura o los usos de cambios del suelo- los esfuerzos no pueden encaminarse sólo a la mitigación de los impactos a través de la transición energética, sino a la adaptación y el aumento de la resiliencia ante impactos presentes y futuros.