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Costos y consecuencias
Mar, 01/09/2020 - 09:53

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La democratización que ha experimentado México en las últimas décadas trajo consecuencias no anticipadas con las que hay que lidiar porque la alternativa es absolutamente inaceptable. Quien gana una elección se siente libre de avanzar su agenda no sólo negando a la oposición, sino, como hoy, tildándola de enemiga. En lugar de una democracia, hemos construido, o reproducido para el siglo XXI, la famosa frase de Cosío Villegas: una monarquía sexenal. En lugar de emplear la política para construir un futuro común, una interdependencia necesaria, se excluye y persigue toda visión y pensamiento crítico o disidente. Esas son las formas de una dictadura y, cuando eso ocurre, deja de importar el signo o la persona a cargo: lo que importa es la realidad.

Muchos de los excesos del gobierno actual, sobre todo su manera de destruir instituciones y obligar a sus contingentes legislativos a seguir instrucciones, como si fuesen meros empleadillos, son sin duda reacción visceral a los excesos −de forma o de fondo− de administraciones anteriores. Pero el hecho de que un presidente se pueda exceder evidencia la enorme fragilidad de nuestro sistema de gobierno, que la pandemia no hecho sino magnificar. Elaborar y modificar leyes en una democracia es la función elemental del legislativo que, en la división de poderes, constituye un poder igual y un contrapeso. Sin embargo, como dice Santiago Kovadloff de Argentina, “nosotros modificamos mucho más la constitución de lo que la cumplimos.” En México es el presidente quien manda, legisla, ejecuta y viola la constitución, pretendiendo que gobierna, cuando en realidad instruye y sojuzga.

Las naciones en que la palabra es única, una imposición, la reversión es igualmente veloz. Lo que el presidente está haciendo con las reformas económicas y con las instituciones, fideicomisos y organismos que surgieron del ejercicio ejecutivo y legislativo previo no se puede explicar más que por un ánimo revanchista y retardatario que parte de la negación del tiempo y del cambio de circunstancias.

Sin duda, lo que ha hecho posible desmantelar las estructuras administrativas, políticas y regulatorias es la poca legitimidad de que gozaban; pero, al actuar de la misma manera −de hecho, de forma mucho más arbitraria porque ahora ni las formas se cuidan− el presidente está sembrando las semillas del siguiente contraataque. En lugar de construir y gobernar, la población, a la que trata como súbdita, acabará viendo y pensando al gobierno actual como le ocurrió con todos los anteriores. Nadie, ni AMLO, puede desafiar la ley de la gravedad.

Uno se podría preguntar cómo es posible que el presidente tenga tanto poder para llevar a cabo su programa de centralización sin contrapeso alguno. La respuesta es muy simple: seguimos viviendo en un entorno predemocrático en el que los integrantes de su partido en el legislativo están dispuestos a plegarse ante el presidente, y él a hacerlos funcionar de esa manera, sin rubor alguno. En lugar de representar a la población, responden a su jefe, típica forma predemocrática.

La interrogante clave es qué harán esos mismos legisladores y jueces cuando los errores y carencias de este gobierno rebasen al presidente y exijan respuestas ante los problemas cotidianos, de esos que la pandemia acumula a una velocidad superior al crecimiento en el número de muertos. Si una constante tiene el sistema político mexicano es que el rey es rey, pero sólo mientras está ahí; en el momento en que eso cambia comienza el calvario. No hay ni un solo presidente en esta era que no haya pasado por esa criba, aunque algunos la hayan librado mejor que otros. Atizar el fervor vengativo solo eleva los momios.

La otra constante es una infinita incapacidad para reconocer lo previamente logrado y construir sobre ello. El pasado siempre fue malo y tiene que ser modificado porque los nuevos siempre son más inteligentes que los anteriores. La arrogancia es tan grande que ciega a todos: un país de más de 120 millones de habitantes es mangoneado como si se tratase de un pueblo perdido en la mitad de Tabasco. El problema es que, con todos los errores y corruptelas, México es una de las principales naciones del mundo y la ciudadanía, aunque ninguneada, tiene aspiraciones, a mejorar y salir adelante. Y, a la larga, siempre se impone. Ni cerrando a toda la prensa evitará que la información sea conocida.

Sin embargo, el panorama hacia adelante no es halagüeño. Negar el número de muertos, la profundidad de la recesión o el número de desempleados (los reales, no sólo los del IMSS) no hace sino contribuir a la profundización y alargamiento de las dos crisis simultáneas: la sanitaria y la económica. El gobierno ignora a la ciudadanía, pero esta no puede ignorar su realidad, esa que le pega directamente a su ingreso y a sus posibilidades de sobrevivir.

Urge revisar el contenido de nuestra democracia para hacer reingeniería en la forma de gobernar. La ausencia de un proceso de reforma al sistema político es lo que ha causado la subordinación del legislativo, la disfuncionalidad del llamado pacto federal y las excesivas atribuciones −reales y nominales− de esta presidencia. La alternativa no es de un color atractivo.

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