Las criptomonedas están de moda, aunque sean aún más bien un juego de azar, una lotería, que dinero. Los reguladores americanos estimaban recientemente en US$ 1,5 billones la cantidad de dinero digital en circulación. El dinero digital es el fututo y todos, inversores, reguladores, economistas, banqueros y periodistas, parecemos sucumbir a su indiscutible atractivo. Pero ya hemos visto unas cuantas burbujas financieras, unos cuantos activos que prometían ser la solución y no trajeron más que crisis y ruina. No quiero deprimirles, ni parecer antiguo, pero no deberíamos olvidarnos de las hipotecas basura, los derivados complejos o las malditas collaborated debt obligations (CDO).
La revolución digital está en marcha y está cambiando ya las formas de pagar, ahorrar e invertir. El negocio bancario ya no es lo que era; su rentabilidad amenazada por tipos de interés en mínimos históricos, una regulación crecientemente intrusiva y sobre todo por nuevos competidores digitales que amenazan con llevarse el negocio. La digitalización del dinero permite que el sector privado cree dinero, que los Bancos Centrales prescindan de los bancos comerciales para distribuirlo y garantizar su valor y que los ciudadanos tengamos nuestros depósitos en el teléfono celular, sin intermediarios.
Los economistas somos unos agoreros. O sea que no les sorprenderá que tome distancia de este enamoramiento colectivo. ¿Qué es exactamente hoy el dinero? ¿Un pedazo de papel, un apunte contable, una cuenta corriente, una tarjeta de crédito? Dinero es todo eso y mucho más, es confianza. Uno de los grandes inventos de la humanidad en palabras de Niall Ferguson, solo comparable al fuego, la rueda, la penicilina y la píldora anticonceptiva. Pero el dinero debe de cumplir tres funciones básicas: medio de pago, unidad de cuenta y depósito de valor. O sea servir para (i) comprar bienes y servicios porque todo el mundo lo acepta, (ii) contar y comparar valores y riquezas porque su precio no cambia mucho en el tiempo, y (iii) trasladar valor en el tiempo y el espacio, para dejárselo a nuestros hijos o para pagar nuestra jubilación. Hubo un tiempo en que había muchos dineros y muchos emisores de ese activo tan especial. Pero el devenir de la historia resultó en que las sociedades más avanzadas, las de más éxito económico y social, convinieron en que era deseable conceder en exclusiva la facultad de creación de dinero a una institución especial que llamaron “banco central” y la dotaron de ciertas propiedades, independencia técnica y económica, y le impusieron algunas obligaciones, mantener el valor del dinero y la estabilidad del sistema financiero. Este monopolio es el que amenaza el dinero digital.
Como esta revolución esta empezando, los conceptos y términos utilizados son todavía muy confusos y en la discusión pública se mezclan cosas muy diferentes. Permítanme que, como viejo profesor, intente poner un poco de orden y claridad en este debate. Empecemos por distinguir entre las criptomonedas y el llamado dinero digital de los bancos centrales, mas conocido por su acrónimo ingles, CBDCs. Las primeras son dinero privado, creado y garantizado por empresas privadas, organizaciones benéficas o individuos admirados y respetables. El segundo es una nueva forma de efectivo virtual.
Hay muchas criptomonedas diferentes, llevan 10 años creándose. Pero dos se han hecho particularmente populares, bitcoin y libra. Bitcoin es tan exitoso que hoy todo banco de inversión que se precie lo incluye en su cartera de productos y se han creado mercados específicos para su negociación. Con bitcoin se han hecho grandes fortunas, su revalorización ha sido increíble, y me temo que grandes ruinas. Lo que es normal con un activo puramente especulativo. Su atractivo está en su absoluta independencia y descentralización, los famosos mineros que al margen de su voracidad energética, crean bitcoins según una regla fija. Pero esa independencia es también su debilidad, ¿quien garantiza su valor en caso de desconfianza? Porque su precio sufre fluctuaciones intolerables para cualquier ahorrador o inversor conservador, no es dinero ni puede serlo. Es otra cosa, un activo para depositar la inmensa liquidez creada por los bancos centrales con sus políticas de expansión ilimitada; un depósito de valor para riquezas de origen dudoso; un medio de pago para transacciones ilegales.
Libra, una criptomoneda frustrada, sí quería ser dinero. Facebook su creador, prometía competir con los bancos centrales, ofrecer un medio de pago seguro y estable. Para ello se concibió como una cesta de monedas que mantendría su valor respecto a una media ponderada de dólares, libras esterlinas y remimbis chinos. Lo que en la práctica obligaba a Facebook a crear una mesa de tesorería con intensa actividad diaria para garantizar ese tipo de cambio. Su fracaso es un buen ejemplo de las dificultades prácticas de replicar la estabilidad de las divisas que ya son monedas de reserva internacional, un ejemplo para todas esas stable coins que prometen lo mismo. Porque la pregunta relevante es si usted preferiría en caso de crisis tener libras o dólares, no si prefiere libras o pesos argentinos o bolívares de Maduro. Si se fía más de Zuckemberg que de la Reserva Federal y el imperio americano.
Pero libra ha tenido un tal éxito que ha abierto una nueva era, la de las CBDC. Ha despertado a los bancos centrales, y a los bancos comerciales, de que el fin del monopolio es posible y que más les vale espabilar. A los bancos comerciales les ha recordado que el sistema de pagos mayoristas e internacionales es muy caro e ineficiente, y que o lideran su digitalización o lo pierden. Puede que ya sea incluso demasiado tarde. A los bancos centrales, les ha obligado a incorporarse a la carrera digital, a crear pronto su dólar, euro o remimbi digital. Ya no son solo Jamaica, Uruguay o Suecia los países que han introducido o están a punto de introducir una moneda digital de curso legal, todos los bancos centrales de las jurisdicciones financieras más avanzadas están en ello. El Banco Central Europeo ha publicado un libro blanco sobre el euro digital, y adoptará una política explícita al respecto este verano. La Reserva Federal ha expresado en mayo una actitud abierta frente al dólar digital. Son muchos los problemas pendientes, pero no son los tecnológico los más importantes. Cuestiones socioeconómicas como la privacidad, el acceso, la complementariedad con el efectivo y el mantenimiento de la banca comercial serán determinantes en la velocidad de adaptación y en el éxito de esta radical transformación de nuestro sistema financiero.
Para ilustrar la magnitud del reto permítanme acabar con tres “pequeños” problemas a resolver: la soberanía monetaria, la estabilidad financiera y la supervivencia de los bancos comerciales privados. Un dólar digital de libre acceso internacional acabaría con la independencia de la política monetaria de muchos países porque, ¿que razón habría para seguir funcionando con una moneda volátil e inútil para pagar en Amazon? Con una moneda digital, ¿cómo evitar que las corridas bancarias y las crisis externas sean inmediatas y recurrentes, a golpe de clic, al más mínimo rumor de debilidad? Si los particulares tienen acceso a un wallet digital o a una cuenta corriente en el banco central, ¿qué razón hay para guardar sus depósitos en un banco? Y sin el fondeo de los depósitos, que posibilidades de sobrevivir tienen los bancos minoristas? ¿y qué pasa con el crédito si el banco central tiene todos los pasivos del sistema?, ¿volveremos al crédito dirigido? Preguntas cuyas respuestas requieren un análisis detallado muy cuidadoso porque la sociedad se juega mucho en que acertemos con la digitalización de ese maravilloso invento social que es el dinero.
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