Desde su concepción, el término “genocidio” ha sido materia de controversia. Y lo ha sido tanto por su definición como, sobre todo, por el debate en torno a qué casos históricos caen dentro de ella. La definición más restrictiva del concepto nos remite a su etimología: así como el “homicida” ocasiona la muerte de una persona, el “genocida” ocasiona la muerte de todo un pueblo. El problema comienza cuando se apela a definiciones menos restrictivas del término. La Convención de la ONU sobre el tema, por ejemplo, tipifica como genocidas actos que no se limitan al asesinato de personas, cuando estos son “perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.
El gobierno de Turquía, por ejemplo, apela a esa definición para sostener que, si bien unos 500.000 armenios de religión cristiana fallecieron por hambre y enfermedades al ser expulsados de sus lugares de origen en 1915, ello no constituyó un genocidio porque sus muertes no fueron consecuencia de un plan deliberado. Fuentes armenias, en cambio, estiman que murieron un millón y medio de personas como producto de acciones en lo esencial deliberadas, lo cual hace que esos hechos sí califiquen como un genocidio.
Como comprenderá el lector, no pretendo resolver el debate histórico en torno al tema en estas breves líneas. Me limitaré a decir que las fuentes independientes tienden a coincidir con la posición armenia. El primero en describir los hechos como “una campaña de exterminio racial” fue el entonces embajador estadounidense ante el Imperio Otomano, Henry Morgenthau. No podía haber empleado la palabra “genocidio” porque esta recién fue acuñada en 1944 por Rafael Lemkin, abogado polaco de religión judía. Este inició la investigación que lo llevaría a proponer el genocidio como un crimen punible bajo el derecho internacional, precisamente con el estudio del caso armenio. La mayoría de historiadores independientes que estudian el tema coinciden en calificar esos hechos como un genocidio, incluyendo entre ellos a la International Association of Genocide Scholars. El gobierno turco, por su parte, no tiene inconveniente en emplear el término genocidio al calificar hechos comparables en su naturaleza, como la masacre de 8.000 bosnios de religión musulmana en Srebrenica.
Ahora bien, incluso bajo la premisa de que se cometió un genocidio contra el pueblo armenio en 1915, que Joe Biden empleara el término en abril pasado para referirse a ese caso no deja de ser problemático: dado que los hechos relevantes no han cambiado en más de un siglo, ¿por qué recién ahora un presidente demócrata emplea el calificativo? (un presidente republicano, Ronald Reagan, ya lo había hecho en 1981).
Lo que explicaría por qué tomó más de un siglo reconocer los hechos son consideraciones políticas. Antes del gobierno de Recep Tayyip Erdogan la relación bilateral entre ambos países era relativamente fluida (Turquía, por ejemplo, es un integrante de la OTAN, y las fuerzas armadas estadounidenses emplean la base aérea turca de Incirlik). Pero, desde Erdogan, Turquía estableció con Rusia acuerdos de cooperación en defensa, intervino en conflictos regionales en oposición a los intereses estadounidenses, y ha tenido una deriva autoritaria, todo lo cual deterioró en forma significativa la relación bilateral. Por ejemplo, no parece casual que, el mismo día de 2019 en que la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó una resolución que define los hechos de 1915 como un genocidio, aprobara también sanciones económicas contra Turquía por otros asuntos.
Podría alegarse que, sin importar su motivación, la decisión del gobierno estadounidense se atiene a la verdad histórica. Pero, como veremos en nuestra próxima columna, la motivación importa porque, por ejemplo, también indujo al gobierno estadounidense a calificar como genocidio las políticas del régimen chino hacia la minoría uigur. Políticas que la mayoría de organizaciones de defensa de los derechos humanos califican como crímenes de lesa humanidad, pero no como genocidio.