Parque de viejos fusiles Minié, Chassepot, Comblain y Peabody cuyo calibre no le hacía el uno a los otros y cuyas balas no estaban a disposición de quienes debían utilizarlas; ausencia de ambulancias militares; improvisación; tropas miliares y civiles insuficientes y poco organizadas; civiles mandando sobre los profesionales de la guerra; distribución física de Reductos y recursos absurdamente espaciados y franqueables; pobre estrategia de ataque y defensa no focalizados; logística de apoyo deficiente; hambre; escasa inteligencia de la información y de su aplicación lógica en favor de la defensa; pobre anticipación a las señales de la guerra desde su presunción, y del no uso de la información clara y previa existente y conocida, de su amenaza; no reacción inmediata y no compra de piezas urgentes y suficientes de equipos y maquinaria (bélica) para afrontar el inicio del conflicto y durante su ocurrencia; desorganización; renuncias políticas inoportunas; actos políticos absurdos, egoístas y reprochables; traiciones, aprovechamiento y desunión; corrupción; desbande; cultura del “sálvese quien pueda”; sociedad civil pasiva; acostumbramiento y asunción de la tragedia. La imagen de un país pobre de garra, de propósito; de unión cívica abortada. Nuestro apocalipsis gestado por nuestros errores.
Y sin embargo actos de heroísmo y de sublimación de los espíritus más nobles de peruanos de todas las sangres, en primera línea. Y aparición de una luz de peruanos ejemplares, militares, civiles, Zepitas, Guardia Marinas, Guardia Chalacas, universitarios, comerciantes, profesionales; todos ofrendando sus vidas sin haber algunos siquiera haber aprendido a disparar; y de peruanos detrás, de nobles iniciativas de colectas para defender justamente más vidas ante la terrible indefensión. Héroes. Como Cáceres arengando a caballo y herido de bala. Excelso él; inmortales todos.
El 15 de enero de 1881 a las 2:30pm., todo lo anteriormente mencionado confluyó y socavó una buena época del Perú, a esa hora de inicio, entre los tapiales de Miraflores, en el Reducto número 2. También en la quebrada de Armendáriz y como dos días antes en San Juan de Miraflores, en Marcavilca, en el Morro Solar y con el incendio de los ranchos en Chorrillos. Y también más antes desde las derrotas en San Francisco, Los Ángeles, Arica y en el combate de Angamos. El país invadido por una tragedia, sin cohesión en el momento del sometimiento a sus más graves exigencias.
Te invito a releer los párrafos anteriores con ojos de pandemia por el COVID-19, y hallarás que esta descripción de pasajes de la Guerra del Pacífico ha vuelto casi 140 años después a Perú, con paralelismos dolorosos por su vigencia, pero también con actuales ofrendas extraordinarias del trabajo y hasta de la vida de médicos, civiles, militares, y de nuestra población en general.
El COVID-19 en su semejanza a la amenaza, realidad y batalla diarios, ha desnudado nuestra falta de preparación; sí, de infraestructura en salud pública, en oxígeno, en ventiladores mecánicos, en mascarillas; en personal, procesos y sistemas, pero también a nuestra pobre organización como nación. Y este impacto se está ramificando ahora, de manera caleta, al año escolar y a la capacidad operativa general de nuestra economía.
No es posible continuar así. El peruano, acostumbrado a ser aguantador y a no ser tratado bien; aquel que pasa de tres a cuatro horas en transporte público y que, sin embargo, es de los primeros en los índices de emprendimiento en el mundo porque en sus “mil oficios” halla su subsistencia, tiene la obligación de exigir y participar en los cambios que todos necesitamos para vivir en sociedad. No es posible ser indiferentes al cambio necesario en los asentamientos humanos que parecen ghettos y cuyas púas del stalag son la ausencia de luz, agua, alcantarillado, salud y seguridad, en la cárcel que constituye la pobreza endémica, ahora socia de los estragos del COVID-19. Y para eso se necesita de mucha y rápida prosperidad económica, pues lo fácil es distribuir pobreza.
Hoy el mayor cambio exigible es en cómo funciona el Estado, por su increíble densidad y proliferación de trámites burocráticos, y que son costosos de cumplir y que desaniman al trabajo formal, además de su demorada priorización de la promoción de la inversión (contra el COVID-19, por ejemplo) y por su impúdica finta y frivolidad en ciertas adquisiciones. Debemos vencer la indiferencia que conlleva nuestra pobre o nula educación cívica colegial y formativa en general, y apostar por aprender y promover lo que nos funciona. ¿Por qué no replicar regímenes de promoción como el Agrario, con tasa de Impuesto a la Renta de 15%, que tanto ha transformado a nuestra economía y empleabilidad, para mejor? ¿Por qué no crear un “permanente Reactiva” post COVID-19 para el emprendedor en un país en el que se le alaba, pero en el que si llega a tener éxito y se convierte en empresario es denostado?
¿Por qué no ocupar con recursos, equipos ad-hoc, inteligencia y fast tracks, el fomento y la concreción de mucho más Inversión Extranjera Directa (IED), si esta ha probado ser crucial para el desarrollo reciente de países que han superado “la trampa de los ingresos medios”? ¿Por qué no hacer eco y poner en marcha las ideas de creación de trabajo y riqueza leal y redistributiva, que sí funcionan y que, además, hasta las posiciones ideológicas más antagonistas, probadamente convergen en su afán de desear la prosperidad? ¿Por qué no supervisar, sí, pero confiando?
Toca refundar la Administración del Estado y la participación civil responsable y activa. El actuar del Estado, cual “fábula del escorpión y la rana”, hoy lastima al emprendedor/empresario, cuando este es el motor de la economía y de la recaudación. No puede ser que hasta las donaciones para mitigar el COVID-19 no gocen de un régimen absoluto y rápido de aplicación, de exención tributaria. Indolencia que duele. Toca, pues, ser modernos, anticipativos, gestores y administradores, y esto debe de empezar con cada persona en su posición activa de trabajo: ¿qué tal arriesgar a que las cosas ocurran y fluyan? ¿qué tal exigir y protagonizar los cambios, cada día, y estudiar bien qué escoger en las elecciones venideras? ¿qué tal corregirnos? ¿Queremos colapsar? A la repetición de las tristes situaciones descritas al inicio, su cita traspuesta a nuestra actualidad nos recuerda que no quisiéramos que tuviera ninguna vigencia, pero vaya que duele.