El presidente Andrés Manuel López Obrador llegó al poder con la idea clara de que había que echar para atrás las reformas que se aprobaron a partir de 1983. En su entender, los problemas de México comenzaron con esas reformas, por lo que deben ser revertidas. Desde el inicio de su administración, el presidente ha neutralizado o desmantelado las instituciones que consideraba innecesarias o restrictivas de su actuar, ha ido concentrando poder y ha modificado el marco normativo para acomodarlo a sus prioridades. Esta manera de actuar −en algunos casos apegada a la legalidad, en otros no− ha creado un elevado grado de incertidumbre, quizá menos por lo específico de su actuar que por el hecho de poder modificar leyes, reglamentos, prácticas, contratos e instituciones sin que medie contrapeso real alguno.
La facilidad con que está desmantelando el entramado institucional revela la falta de arraigo de esas instituciones y la ausencia de credibilidad respecto a su importancia para la vida cotidiana. Pero, al mismo tiempo, exhibe la enorme debilidad del propio gobierno, porque ningún país resiste cambios tan súbitos, grandes y, en algunos casos, graves, como los experimentados por el nuestro. Si bien México está acostumbrado a los bandazos tradicionales entre administraciones, característicos de nuestro sistema político, la forma en que ha actuado el presidente, en la era en que el bienestar de prácticamente todos los mexicanos depende de las cadenas de suministro tan enraizadas que cruzan las tres naciones del subcontinente, se ha convertido en un factor de incertidumbre y, potencialmente, de inestabilidad. La tensión entre los objetivos del presidente y los requerimientos para el progreso es más que flagrante.
El presidente claramente quiere atraer la inversión privada, pero no está dispuesto a aceptar que, en el siglo XXI, la única posibilidad de lograrlo radica en crear condiciones propicias para que ésta fluya de su libre albedrío. Hace décadas que quedó atrás la posibilidad de forzar a la gente —humilde o encumbrada—a ahorrar o invertir sin su venia. La inversión va a fluir solo en la medida en que desaparezca la incertidumbre que proviene del propio gobierno. Y las instituciones son clave para generar un entorno de certidumbre. Sin embargo, ésta no vendrá en la medida en que los términos que establezca el gobierno sigan siendo anacrónicos.
Tan importantes son las instituciones, que la expropiación de los bancos en 1982 constituyó una violación de un entendido entre los actores clave de la sociedad mexicana. La decisión de expropiar y, sobre todo, la forma en que se realizó para provocar confrontación y encono social, llevaron a años de incertidumbre, ausencia de ahorro e inversión y una situación económica por demás precaria. Tomó más de una década recomponer acuerdos políticos que permitieran restablecer la paz entre esos actores clave y fue el TLC —una institución que goza de apoyo trinacional— el elemento que institucionalizó aquellos acuerdos. Desde la perspectiva mexicana, la verdadera trascendencia del TLC fue que le amarraba las manos al gobierno mexicano, imponiéndole costos muy elevados a cualquier intento de abuso, imposición o expropiación.
El TLC se convirtió en la institución más importante que se construyó en el país. De la lógica de una economía abierta santificada en el TLC surgieron otras reformas en los años subsecuentes con entidades e instituciones regulatorias para hacerlas funcionar. Por más de 20 años, ese entramado permitió darle funcionalidad a diversos mercados y actividades. Hoy sabemos, en retrospectiva, que la vigencia y trascendencia de estas instituciones se debió no a la legitimidad de que gozaban, sino al respeto que sucesivos presidentes y administraciones les dispensaron. El costo de la remoción de esas instituciones acabará siendo mucho mayor del que nadie pudo imaginar. La cloaca que destapó el presidente no es nueva, pero es mucho más trascendente porque cancela el crecimiento futuro.
Más allá de la trascendencia de estas instituciones para el funcionamiento de la economía, hay un costo menos fácil de determinar en el corto plazo, pero trascendental en el largo: el menoscabo institucional también afecta a la ciudadanía que, ahora, conoce la capacidad demoledora del gobierno mexicano, el cual ha evidenciado vastos poderes sin restricción o contrapeso alguno. La destrucción institucional que ha tenido lugar, que podría parecer peccata minuta, ha eliminado mecanismos que, por dos o tres décadas, sirvieron para consolidar confianza por parte de la sociedad y de inversionistas. Resultó ser un espejismo la idea de que México había cambiado y ahora se enfilaba a crecer y corregir eventualmente la inequidad. Claramente, el gobierno actual tiene otros planes, que no son compatibles con esa concepción.
La pregunta evidente para la ciudadanía es hasta dónde puede llegar el presidente: si de los organismos autónomos hoy sacrificados seguirán otros que tienen mayor arraigo, como las instituciones electorales, los medios de comunicación o el poder judicial. Una vez que comienza la destrucción impune de las instituciones, la pregunta clave es ¿qué sigue?
*Fragmentos del nuevo libro intitulado La nueva disputa sobre el futuro: Ideas viejas para un México moderno, Editorial Grijalbo.