Como vemos todos los días, la pandemia del COVID-19 ha acelerado la transformación digital en todas las actividades económicas y, de manera drástica y disruptiva, en los servicios financieros. Hoy podemos abrir una cuenta, transferir, pagar, obtener un crédito, cambiar monedas y hasta asesorarnos financieramente de manera 100% digital. Lo que antes era visto solo como una herramienta para mejorar la experiencia-usuario, hoy se ha convertido en una necesidad vital, hasta de sobrevivencia. Los servicios 100% digitales contribuyen a evitar los contagios y mejorar la calidad de vida de las personas.
Lo que es importante tener en cuenta es que los servicios financieros que tradicionalmente eran brindados por entidades reguladas, hoy pueden ser prestados por empresas fuera del sector financiero, a las que comúnmente se les conoce como “fintech”. Sin embargo, un elemento que no se aprecia mucho es que una fintech, como modelo de negocio que consiste en prestar servicios financieros a través del uso de la tecnología, puede ser empleado tanto por una startup, una empresa de tecnología, una big-tech e incluso un banco. Por esta razón, no debemos equiparar fintech, con empresa, pues lleva a la confusión de que una fintech, es solo un startup o que un banco no podría emplear un modelo fintech, porque en la práctica, ya lo hacen.
Hoy deberíamos hablar de servicios financieros digitales, de cómo impulsarlos y a la vez cuidar que se gestionen adecuadamente los riesgos asociados, pues en ese balance radica la competitividad en la industria financiera. Y, para lograr ello, no debemos concentrarnos en el agente que presta el servicio sino en el servicio mismo.
Pongamos el ejemplo de una cuenta bancaria digital, desde la cual se puede transar haciendo pagos y transferencias, es decir, hacer lo que hoy denominamos la banca móvil. Ahora imaginemos una billetera electrónica no bancaria, tipo la tarjeta prepago de Ualá, que no requiere una cuenta bancaria pero que también permite al usuario transar. Ambos servicios permiten lo mismo y son digitales. Ambos han empleado el modelo fintech,, solo que uno es prestado por un banco y el otro por un agente no bancario que no necesariamente será una startup. La regulación debe cuidar que, en ambos casos, se gestionen debidamente los riesgos asociados (por ejemplo, la ciberseguridad); y, en un contexto como el actual, debe procurar que ambos servicios se masifiquen.
Ejemplos de negocios fintech, que han crecido exitosamente en Latinoamérica durante la pandemia, los tenemos en las billeteras de Mercado Pago, con más de 11 millones de usuarios y Ualá en Argentina, con más de 2 millones de tarjetas Mastercard prepagadas emitidas. En Perú, destaca el crecimiento de Yape que ha subido de 2 millones de usuarios −yaperos− en enero de 2020 a 3,7 millones hasta agosto de 2020, y su proyección era llegar a 5 millones a fines de 2020.
En estos ejemplos, hay negocios regulados y no regulados, bancarios y no bancarios. Todos deberían ser impulsados y sus riesgos gestionados adecuadamente. Para ello, no se requiere tener una licencia financiera. Se requiere dos componentes: el público y el privado. El público, con buenas decisiones políticas que pongan como prioridad la inclusión financiera “digital”; políticas públicas coordinadas; identidad y firma digital para poder transar; ciberseguridad para mantener nuestros datos protegidos; open banking para poder generar competencia en el mercado; y Sandbox para probar modelos innovadores sin esperar a que estén regulados. Y el privado, con talento que permita la innovación; adecuada gestión de riesgos, buena gobernanza, y espíritu colaborativo.
Todos estos elementos habilitan el adecuado funcionamiento de los servicios financieros digitales masivos e inclusivos, de todos para todos, que es a lo que los países de Latinoamérica deberíamos apuntar.