Dice un viejo proverbio que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Algo así le pasó a México cuando se negociaron sucesivas reformas electorales, todas ellas concebidas por actores políticos que querían conducir a México hacia un terreno, primero, de estabilidad política (sobre todo aquellas de 1958 a 1978) y, luego, hacia la democracia, a partir de 1996. El problema es que esos esfuerzos se enfocaron exclusivamente hacia lo electoral, dejando el asunto de cómo nos habríamos de gobernar en el aire.
La teoría y la práctica explican los problemas que hemos vivido en estas décadas y, también, la racionalidad de la estrategia del presidente López Obrador. Por el lado teórico, hace décadas que se sabe que en los procesos de democratización es clave haber consolidado un gobierno fuerte y efectivo antes de liberalizar la competencia política pues, de lo contrario, (casi) nunca se logra constituir un gobierno que pueda efectivamente gobernar y satisfacer las demandas y expectativas de la población. En adición a lo anterior, las naciones que lograron transiciones exitosas también consolidaron su Estado de derecho, el marco normativo y procedimental crucial para contener el potencial de abuso de un gobierno o su burocracia. Nuestra calificación en esto no es buena.
Por el lado práctico, México ha vivido dos periodos muy exitosos de crecimiento económico con estabilidad política: el porfiriato y la era del PRI duro, entre los 40 y el fin de 60. La característica política de ambos era un gobierno autoritario cuyo único contrapeso era la disposición de la población y de los inversionistas a participar en sus respectivos espacios. Ambos momentos históricos acabaron mal por la rigidez de sus estructuras y procesos: cuando se presentaron dificultades, fueron incapaces de adaptarse a una nueva realidad. En el porfiriato, el desafío fue parte político y parte la hambruna que aquejó al país al inicio del siglo XX. Sin la mínima flexibilidad para reformarse, el porfiriato se colapsó, abriendo la puerta a un conflicto civil que arrasó con la economía y dejó sin vida a más de un millón de ciudadanos.
El segundo momento, al inicio de los ochenta, acabó de una manera distinta, pero no menos caótica. Luego de que la economía y la política comenzaran a hacer crisis en los sesenta, el gobierno intentó prolongar artificialmente su vigencia a través de deuda externa, animado por la expectativa de precios cada vez más elevados de petróleo. Al final, la deuda excesiva colapsó financieramente al gobierno y llevó a una década de casi hiper inflación. Las reformas económicas que siguieron resolvieron parte del problema al estabilizar a la economía, abrir el país al comercio internacional y construir una potencia manufacturera en el proceso.
Lo que no se resolvió fue el deseo de la sociedad de participar en las decisiones políticas y, por ese camino, limitar los excesos a los que es propenso nuestro sistema de gobierno. Para el presidente López Obrador es claro que lo que México requiere es construir una nueva era de estabilidad y crecimiento y que para ello se requiere un gobierno fuerte que limite los excesos de la ciudadanía. Esa es la razón por la cual centraliza el poder y elimina contrapesos a diestra y siniestra. La historia le da una poderosa esperanza.
El problema es que el gobierno mexicano no está constituido para resolver problemas, allanar el camino hacia el crecimiento o construir una plataforma de desarrollo para el próximo siglo. Nuestro gobierno, heredero del porfiriato y organizado bajo el pacto post revolucionario con el objetivo expreso de que a los beneficiarios les hiciera “justicia” la revolución, está diseñado para expoliar, corromper y abusar. Los grupos políticos, sindicales, empresariales y sus asociados dentro del entramado del sistema político no están interesados en la ciudadanía, los beneficios laborales o la calidad de los productos, sino en preservarse dentro del sistema que les genera rentas, en ocasiones desmedidas.
Las reformas electorales de 1996 en adelante vinieron acompañadas de la suposición
de que el problema residía en la falta de competencia política y que, una vez liberada esta, todo el resto se acomodaría por sí mismo. Lo que de hecho ocurrió fue que la democracia electoral se montó sobre el sistema político existente, con sus estructuras burocráticas anquilosadas y el enjambre de intereses que ya existían y que siguen beneficiándose a costa del desarrollo integral del país. De ahí se derivan los dos grandes males que enfrentamos: la frustración de la ciudadanía que se manifiesta en cada justa electoral y la enorme desigualdad tanto de oportunidades como de resultados en materia económica.
La solución que avanza el presidente López Obrador no hará sino posponer y profundizar el problema porque no lo encara, sólo busca esquivarlo. En lugar de enfrentar las estructuras políticas, burocráticas y de intereses que desvalijan al erario y preservan a medio México en la pobreza, este gobierno, como sus predecesores, se dedica a inventar nuevas excusas en lugar de soluciones. Lo que el país requiere es una transformación de su sistema político, sin lo cual nunca saldremos del círculo vicioso en que llevamos décadas.