Una manta desplegada en un edificio durante el periodo de campañas definió el desafío de México de manera nítida: “democracia con defectos o dictadura sin derechos: usted decide”. Aunque la democracia es un vocablo frecuente en la retórica política mexicana, el presidente saliente convirtió al término en una palabra vacua que ya no goza de consenso. El próximo gobierno haría bien en procurar una definición que sume a toda la población.
En su definición más elemental, la democracia consiste no sólo en procesos electorales que determinan quien gobierna, sino en el respeto a la oposición, en el sentido más amplio del término. Sin embargo, las dos cosas que más destacan en la manera reciente de hacer política rompen con ese principio central: la descalificación de la oposición, a la que se considera ilegítima; y la intimidación de las personas que el presidente consideró como adversarios, concepto que incluía, potencialmente, a todo mundo. Es decir, para el presidente saliente lo único que es relevante es el monopolio del poder, lo que por definición excluye a todos los demás, incluyendo, por supuesto, a sus propios votantes.
Las reformas propuestas por AMLO el pasado 5 de febrero esbozan claramente el espíritu que las anima. Todo en esas iniciativas refleja un propósito de control, exclusión y concentración del poder en una sola persona. Más allá del carácter vengativo y mezquino que encarnan las propuestas, especialmente la judicial, la pregunta relevante es qué es lo importante: el desarrollo o el control, porque son incompatibles. La Dra. Sheinbaum ha sido particularmente cuidadosa en separar estos dos elementos, lo que arroja un panorama tanto de incertidumbre como de oportunidad para septiembre próximo.
En conjunto, las iniciativas proponen la constitucionalización de elementos tan centrales a la democracia como: la supresión de la oposición del poder legislativo (al eliminar la representación proporcional); la eliminación de la Suprema Corte de Justicia como contrapeso (con la propuesta de que sus integrantes sean electos en lugar de nombrados y ratificados por el Senado); la transferencia del control de los procesos electorales al gobierno con la virtual eliminación del INE y el Tribunal electoral; la eliminación del amparo y la expansión de la prisión preventiva oficiosa, lo que le conferiría vastos poderes arbitrarios a la autoridad. Las iniciativas propuestas constituyen un andamiaje implacable para la conformación de una dictadura constitucional.
La pregunta ahora es dónde está en esto el equipo del próximo gobierno. Su estrategia electoral privilegió la figura y planteamientos del presidente, dejando a la interpretación de cada quien la perspectiva de la otrora candidata. Una hipótesis es que, efectivamente, refrenda la noción del “segundo piso;” la otra hipótesis es que es su propia persona y que irá dando forma a su visión de gobierno a partir de su triunfo electoral. Desde luego, la diferencia es fundamental, porque, en el primer caso, el país se encontraría ante el borde del abismo. En el segundo, existiría la oportunidad de restaurar la civilidad a la vida pública, abriendo la puerta para una interacción civilizada de la presidencia con el congreso, la Suprema Corte y la ciudadanía. Además, como dice el dicho, no es lo mismo borracho que cantinero: una cosa es la contienda y otra muy distinta es gobernar, situación en la que se encuentra ahora la triunfadora.
Dado el resultado de la elección, la oportunidad es inmensa, pero implicaría el abandono de la pretensión de la estructuración de una dictadura constitucional. De ese tamaño es la disyuntiva -y los riesgos inherentes- que enfrenta la próxima presidente y el país.
Bill Hicks, un comediante británico gruñón, soñaba con la creación de un partido político para “gente que odia a la gente.” El problema era que no lograba que se juntaran en un solo cuarto: los egoístas derrotaban el principio central. Por alguna razón, cada vez que escuchaba o veía las iracundas mañaneras pensaba en Hicks. Me pregunto si Claudia Sheinbaum entiende el enorme daño que generó el presidente con sus diatribas intimidatorias. Más al punto, la pregunta central es si acepta que el papel del gobierno no es atacar o destruir sino crear, conciliar y liderar.
Es evidente que muchos mexicanos no sólo aprecian al presidente saliente, sino que le son leales y creen, al menos hasta ahora, en la veracidad de sus invectivas y de sus supuestos logros en materia económica, social, de pobreza y corrupción. Lo probable es que los “otros datos” se vengan abajo cuando la realidad comience a hacerse sentir. Para la presidenta electa la disyuntiva es cómo preservar su base y, a la vez, sumar al resto de la ciudadanía, lo que inevitablemente entrañaría distanciarse de la forma de conducir los asuntos públicos, comenzando por la retórica y sus excesos.
Ya sin el personaje dominando el panorama, la verdadera interrogante es qué quiere lograr la próxima presidenta y si eso es factible. “Un rey, decía Bruce Springsteen, “nunca está satisfecho hasta que lo controla todo.” Para impedir eso es que los grandes pensadores del siglo XVIII, como Montesquieu y Madison, plantearon la separación de poderes, contribuyendo a crear las sociedades más exitosas y desarrolladas del mundo. ¿No es eso lo deseable?