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Desglobalización
Lun, 12/12/2022 - 07:00

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La característica central de nuestro tiempo parecen ser las tensiones que generan las desigualdades reales o percibidas en la distribución de los beneficios del crecimiento económico. Innumerables naciones alrededor del mundo han elegido líderes cuya carta de presentación ha sido el rechazo a lo existente. Ejemplos obvios son Trump, Brexit, Bolsonaro y Lula y, de igual manera, Chávez y López Obrador. El movimiento pendular ha sido extremo en algunas naciones, mucho más moderado en otras, pero es inconfundible el deseo por refugiarse en un pasado conocido y abandonar las mieles de promesas insatisfechas. La pregunta que circula alrededor del mundo es qué tan distinto será el futuro.

Visto en retrospectiva, es muy claro, y fácil, llegar a la conclusión de que las narrativas que acompañaron a la era dorada de la globalización a lo largo de las últimas tres décadas resultaron ser utópicas y, por lo tanto, imposibles de ser satisfechas. De hecho, una de las lecciones que arroja una encuesta tras otra, en México y el mundo, es que la gente está más insatisfecha por la lentitud del avance que por un deseo por retornar a terrenos conocidos. El gran problema de la globalización no radica en la falta de resultados, sino en la desigual distribución de estos. La ciudadanía así lo reconoce: lo que añora es ser parte del éxito, no retornar a un pasado incierto y de pobreza.

Por otra parte, es evidente el atractivo político de explotar los sentimientos y resentimientos que generan las disrupciones que genera el acelerado cambio que ha experimentado el mundo en estos años, casi todo ello más producto de avances y cambios tecnológicos que de la economía propiamente dicha. El cambio tecnológico ha sido un componente central de la globalización económica y, sobre todo, de la alteración en las cadenas de valor.

El primer componente de la globalización son las comunicaciones instantáneas que han transformado la realidad económica, sino social y política. Cualquier persona en la actualidad tiene acceso a más información de la que los gobernantes conocían hace solo algunas décadas; la posibilidad de comunicarse y compartir información ha transformado nuestra vida cotidiana de una manera más profunda que cualquier otro factor en la historia de la humanidad. Los teléfonos de hace sesenta años eran piezas mecánicas ensambladas por operarios en líneas simples de producción. Los teléfonos inteligentes, verdaderas computadoras, tienen un enorme contenido creativo y, relativamente, poco contenido manualmente incorporado. Las relaciones de valor han cambiado, lo que explica por qué es tan importante una educación de muy alta calidad.

Claramente, la tecnología hizo posible la globalización a la vez que acentuó diferencias sociales de manera significativa, provocando las reacciones políticas, nacionalistas e introspectivas que vivimos de manera cotidiana. A esto hay que añadirle la competencia geopolítica que caracteriza al mundo de las potencias: algunas naciones han reforzado sus estrategias de política industrial, en tanto que otras, especialmente Estados Unidos, han comenzado a adoptarlas de manera explícita. Parte de esto responde a la base sindical (paradójicamente) tanto de Biden como de Trump, pero mucho de ello se deriva de su competencia con China. Entre paréntesis es importante anotar que estos cambios en materia industrial constituyen una inmensa oportunidad para México, pero ese es otro asunto.

De lo que no hay duda es que ha habido una profunda alteración en la manera de percibir los procesos económicos. Hoy los políticos pretenden determinar la forma en que se deciden los asuntos económicos y eso constituye el mayor cambio experimentado en el mundo en décadas. Algunos argumentan que las cadenas de suministro son demasiado intrincadas como para modificarlas, pero la realidad es que las presiones e incentivos políticos las erosionan minuto a minuto.

Hay dos cosas que me parecen evidentes: primero, la tecnología seguirá avanzando y eso afectará el proceder económico. La otra es que muchos de los que mayor descontento muestran son también quienes más van a padecer las pérdidas de la desglobalización. Como todo péndulo, las nuevas tendencias tarde o temprano comenzarán a mostrar las limitaciones de las nuevas políticas y vendrá una nueva resaca. El mundo avanza en ciclos y el de ahora es sólo uno más.

Borja Sémper resume el dilema de manera clarividente: “Vivimos la primera gran resaca del nuevo orden mundial surgido por la globalización, un mundo que no es estático y que se caracteriza por el cambio constante. Un cambio que a muchos aturde. La mundialización es una realidad cargada de oportunidades y retos, creadora de riqueza (el nuevo capitalismo necesita ajustes, como los ha necesitado en todos los cambios de era, pero sigue siendo el sistema que más libertad y riqueza ha creado y repartido en la historia de la humanidad), pero cuenta aún con el talón de Aquiles de la ausencia de gobernanza que nos permita saber y corregir sus extralimitaciones. La crisis es de confianza, y la confianza es uno de los pilares fundamentales de la democracia.”

La pregunta para México es la misma de siempre: ¿responderemos con un sentido de futuro o para intentar controlar procesos incontenibles?

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