Hasta donde recuerdo, el primer mandatario latinoamericano en declarar públicamente que no se oponía a la importación privada de vacunas contra el COVID-19 fue el presidente izquierdista de México, Andrés Manuel López-Obrador. Eso, sin embargo, no hizo ninguna diferencia: según nota del portal mexicano sobre economía y negocios Expansión, dirigentes empresariales de ese país admitieron que “por el momento, no hay abasto suficiente en el mundo para adquirir vacunas, pues toda su producción está comprometida hasta el primer semestre de 2021”. En el caso peruano, el debate surgió a propósito de unas declaraciones del embajador ruso quien dijo, según titular del diario Gestión, que “Rusia estaría dispuesta a negociar su vacuna con empresas y gobiernos regionales”. Pero, días antes, otro titular del mismo diario decía lo siguiente: “Rusia admite que no tiene capacidad de satisfacer la demanda internacional de la Sputnik V”. La nota añadía que, según el gobierno ruso, “la campaña de vacunación nacional es nuestra prioridad absoluta”. Ese déficit de oferta explica que el problema fundamental no sea la compra de vacunas (el gobierno peruano ya aseguró contratos por 48 millones de dosis, con otros más en camino), sino los plazos de entrega: creer que negociaciones que aún no se iniciaron permitirían a la empresa privada hacer llegar vacunas al país antes que las ya contratadas por el Estado, es un sueño de opio.
Por lo demás, son las empresas propietarias de las patentes las que prefieren negociar con Estados antes que con empresas privadas. Esgrimen como razón para ello que eso es lo que exige la situación emergencia sanitaria mundial, con el fin de garantizar un acceso general y gratuito a las vacunas (ningún Estado cobra por administrarlas a sus propios ciudadanos). Pero un artículo del diario New York Times titulado “Los Gobiernos firman acuerdos secretos para la adquisición de vacunas: esto es lo que ocultan”, brinda razones adicionales. Según el artículo, esos contratos garantizan a las empresas proveedoras inmunidad legal frente a demandas por efectos secundarios, reconocimiento de la propiedad sobre la patente, y cierto margen de discreción en los precios y fechas de entrega. Como es obvio, las dos primeras son condiciones que solo pueden garantizar los Estados.
De otro lado, la exigencia de que se les reconozca derechos de patente sobre las vacunas es problemática por varias razones. La primera es que la mayor parte de la inversión en investigación y desarrollo para su creación corrió por cuenta de Estados, no de empresas. Por ejemplo, el financiamiento público cubrió un 100% de los costos en el caso de Moderna. La segunda es que, presumo, aceptar esa condición implica que el Estado en cuestión no secunde la iniciativa de India y Sudáfrica que invoca acuerdos dentro de la Organización Mundial de Comercio (OMC), que permiten eximir a los países de cumplir con los derechos de patente cuando padecen una emergencia sanitaria. Además, de cualquier modo, la mayoría de países pobres no podrán acceder este año a la oferta comercial de vacunas (salvo a través del mecanismo Covax Facility). Si le gusta aplicar la metáfora del perro del hortelano, esta es su oportunidad: en lo inmediato, las empresas farmacéuticas (y los Estados de los que provienen) ni les venden vacunas, ni les permiten comprarlas por otras vías. La tercera razón es que las licencias voluntarias que las empresas farmacéuticas ofrecen como alternativa, conceden a estas un control discrecional sobre sus términos. Por ejemplo, según Mustaqeem de Gama, representante sudafricano ante la OMC, la licencia para la fabricación de la vacuna de AstraZeneca por una empresa privada en Sudáfrica, establece que solo se destinará al mercado de ese país un 9% de la producción.
Ese último es un escenario posible que, curiosamente, está ausente del debate en Perú. Si se importan vacunas con fines comerciales, nada impediría venderlas al mejor postor: ¿por qué asumir que el mejor postor estaría por necesidad dentro de Perú?