El objetivo, nos dice una y otra vez el presidente Manuel Andrés López Obrador, es un cambio de régimen. Sin embargo, a juzgar por sus acciones, su verdadera misión es la de concentrar el poder y eliminar cualquier fuente de oposición o contrapeso. Quizá sea un nuevo régimen, pero ciertamente no es esa la razón por la cual el electorado se volcó por el hoy presidente en 2018.
El verdadero problema que enfrenta México, la razón por la que el presidente López Obrador ganó la presidencia en 2018, es que la población estaba hasta la coronilla de tres décadas de reformas de los cuales percibían pocos beneficios. Y tiene razón ese electorado. Lo que el país ha vivido en los últimos tiempos no fue un camino errado, sino un proceso sesgado que no resolvió -de hecho, ni siquiera enfrentó- los problemas estructurales que acabaron traduciéndose en concentraciones enormes de poder y riqueza, así como disparidades regionales intolerables.
La pregunta clave no es quién es el culpable, el asunto cotidiano de las mañaneras, sino cuál es la causa de estos malos o sesgados resultados. Si México hubiera sido la única nación en el planeta en haber emprendido ese proceso de reformas, procedería determinar quién se equivocó y porqué. Sin embargo, dado que la estrategia que se siguió fue característica virtualmente universal, la pregunta pertinente es otra: ¿por qué los resultados de naciones como Corea, Taiwán, China, Chile y otras naciones similares fueron tanto más exitosos?
En una palabra, qué es lo que no se hizo en México -o se hizo mal- que en otras latitudes se hizo bien. En los 60, por ejemplo, tanto Corea como México hicieron suya la oportunidad creada por un cambio en la ley de aduanas estadounidense que permitía importar a ese país bienes manufacturados pagando arancel sólo por el valor agregado, lo que conocemos como maquila: se importan componentes y se exportan productos elaborados. En Corea, las maquilas se instalaron en los centros industriales de esa nación para estimular el desarrollo de una amplia industria de proveedores, al grado en que, décadas después, más el 80% de los insumos venían de empresas locales. En México, ese número nunca fue mayor al 10%. En nuestro país se circunscribió el establecimiento de esas empresas a la franja fronteriza para evitar que se “contaminara” el resto de la industria.
Algo similar ocurrió a partir de los 80 en que se abrió la economía a las importaciones para promover el crecimiento de una planta industrial moderna, generar una base exportadora y elevar la productividad general de la economía. El objetivo era claro e indisputable, idéntico a lo que ocurría en otras naciones que luego acabaron siendo más exitosas. ¿Cuál fue la diferencia? Que en esas naciones se entendió la apertura como un proceso integral de cambio donde no habría vacas sagradas: no hay ejemplo más claro de esto que China. En esa nación se decidió que lo importante era lograr elevadas tasas de crecimiento y que no habría obstáculo alguno que lo impidiera; paso seguido, se afectaron sindicatos, cacicazgos locales e intereses particulares en aras de lograr el objetivo. En México seguimos teniendo mafias a cargo de la educación, sindicatos abusivos extorsionando tanto a las empresas como a los trabajadores e intereses políticos y empresariales intocables.
El resultado es una potencia industrial pero acompañada de una vieja planta manufacturera que vive en un limbo de productividad y es incapaz de competir en el mundo.
Un ejemplo dice más que mil palabras: con todo el conflicto que caracteriza la relación Estados Unidos-China, muchos especulan que serán miles de plantas las que migrarían de este último país hacia otras locaciones, incluido México. Sin embargo, la experiencia de Apple con el iPhone sugiere algo muy distinto. La producción de este sofisticado artefacto requiere de una fuerza laboral altamente calificada, extraordinariamente disciplinada y con habilidades específicamente desarrolladas para procesos de alta tecnología. Apple ha explorado otras opciones, pero ninguna ofrece un sistema educativo capaz de generar esa fuerza laboral, un gobierno dedicado a resolver problemas para que su proceso productivo sea exitoso y la escala necesaria para satisfacer su mercado. Muchas naciones soñarían con atraer a los Apple de este mundo -que pagan excelentes sueldos y contribuyen al desarrollo general- pero nadie se aboca a crear las condiciones para que eso ocurra.
Una fuerza laboral como la de Apple -un ejemplo entre miles- permite que crezca la clase media, se eleve el bienestar y se propague la prosperidad. Es decir, que cambie el régimen de concentración de la riqueza y disminuyan las disparidades regionales.
Las empresas pueden crear empleos y producir artefactos excepcionales, pero sólo los gobiernos pueden crear condiciones para que prospere una clase media de manera acelerada, como lo han logrado las naciones mencionadas. Nada de eso ocurre en nuestro país.
En lugar de refinerías obsoletas y aeropuertos inoperables, el gobierno debería abocarse a remover mafias sindicales y crear un nuevo sistema educativo con los maestros a la cabeza. Es decir, reformar todo lo que no se quiere tocar porque amenaza al verdadero objetivo, que no es el desarrollo sino el poder.