El PIB per cápita de América Latina creció un 2,3% anual entre 2003 y 2013. Pero de 2014 a 2020 la tasa de crecimiento se redujo al -1,4%, lo que llevó a que el ingreso por persona se contrajera un 10% y retrocediera al nivel de 2009. De las estimaciones de crecimiento del FMI se puede inferir que los próximos años no serán mucho mejores. De hecho, se espera que el PIB per cápita de la región crezca a una tasa promedio del 1% anual entre 2021 y 2025.
A este ritmo, es poco probable que el nivel de ingreso per cápita de 2013 se recupere antes de 2029. De ser así, la región corre el riesgo de experimentar casi dos décadas de avances económicos decepcionantes, que podrían reducir significativamente su participación en la economía mundial, implicar un rezago en los indicadores sociales y ampliar la brecha económica que nos separa de otras regiones, incluidas las emergentes. Desafortunadamente, el crecimiento débil no es nada nuevo. Después de todo, no ha pasado mucho tiempo desde que vivimos la “década perdida” de los 80.
La pandemia del COVID-19 ha penalizado de manera particularmente severa a las economías de la región: la contracción del PIB en 2020 fue dos veces mayor que la contracción global y tres veces mayor que la de los países emergentes y en desarrollo. Tal castigo es un reflejo de las muchas debilidades económicas y problemas de política pública. Sin embargo, debe recordarse que la economía de la región ya había experimentado dificultades desde antes de la pandemia y, en particular, desde el final del superciclo de las materias primas.
Además de los impactos en el PIB, la pandemia ha impactado em otros indicadores como pobreza, desigualdad, esperanza de vida, desempleo, informalidad, capital humano, quiebras de empresas y finanzas públicas. Estos impactos probablemente tendrán repercusiones no despreciables en el patrón de crecimiento en los próximos años.
¿Cómo evitar que esas horribles predicciones se hagan realidad y qué se puede hacer para recuperar el tiempo perdido? Por supuesto, la respuesta es compleja, tiene muchos matices y hay que tener en cuenta las múltiples diferencias entre países de la región, pero hay una agenda común. En este punto, para volver a crecer, la región tendrá que apostar por una combinación de crecimiento sostenible y buscar pragmáticamente atajos que acorten el tiempo y el camino hacia las fronteras del crecimiento.
La economía del cambio climático ofrece oportunidades económicas sin precedentes para la región, gracias a sus características naturales únicas. De hecho, la región tiene inmensos bosques tropicales, bosques azules y otros biomas y aguas, una rica biodiversidad y un amplio potencial para generar nueva energía y biocombustibles, elementos esenciales de la ecuación para la transición a una economía baja en carbono.
La región podría explorar y apalancar esos activos para que sean instrumentos catalizadores para financiar el desarrollo y el acceso a conocimientos, tecnologías e innovaciones, y para ser un pasaporte a la participación como protagonista en los mercados emergentes y su gobernanza, como los mercados de créditos de carbono, para ejemplo. El inmenso potencial de la región para incrementar la producción de alimentos, incluso con tecnologías sostenibles, también permite negociar un mayor y mejor acceso a recursos y tecnologías y abre la puerta a las asociaciones y un mayor protagonismo en los mercados.
Por el lado de la demanda de la economía climática, América Latina podría aprovechar la pandemia y promover una agenda de recuperación económica verde más amplia. Hay muchas oportunidades para el sector privado y los bancos, incluso en áreas como la electromovilidad, la infraestructura de mitigación y adaptación, la construcción civil sostenible, la producción industrial limpia, entre muchas otras actividades que podrían ayudar a acelerar la transición y el ingreso de la región a la economía de el siglo XXI.
También será necesario seguir una agenda de crecimiento sostenido y menos expuesto a la volatilidad. Para ello, será imperativo diversificar la matriz productiva, agregar valor y fomentar modelos de negocios y actividades que generen amplias oportunidades de formalización y aumento de la productividad y competitividad en las ciudades, donde viven y trabajan 82 de cada 100 latinoamericanos y donde están ubicadas 99 de cada 100 empresas.
La agricultura, la minería, la biodiversidad y otras condiciones y vocaciones naturales de la región pueden y deben ser parte de la ecuación del crecimiento sostenible. La agricultura, por ejemplo, podría verse como un punto de partida más que como una llegada a la matriz de producción y comercio exterior; piense en las muchas y ricas oportunidades para atraer capital e inversiones en investigación, tecnologías y equipos y en el desarrollo, producción y exportación de alimentos industrializados, marcas, redes de distribución e innovaciones y sus posibles repercusiones y derrames a otros sectores económicos y al mercado laboral.
El crecimiento lento no es un destino y la región puede y debe aspirar a mucho más. Solo con el crecimiento será posible enfrentar el desafío de reducir la pobreza mientras se moderniza la economía, se fortalece el sector privado y se equilibran las finanzas públicas. Un crecimiento sólido también será importante para la participación de la región en la gobernanza de la economía global. Este tema es especialmente relevante en este momento de transformaciones tan profundas y rápidas en la economía y en las relaciones económicas internacionales.