A la memoria de mi querido Enrique Michel.
“Los grandes casos [frente a la Suprema Corte], como los casos difíciles, hacen mala ley. Porque los grandes casos se llaman grandes, no por su importancia en la formación de la ley del futuro, sino por algún accidente de interés abrumador inmediato que apela a los sentimientos y distorsiona el juicio.” Oliver Wendell Holmes* caracterizó así los asuntos que, por su alta explosividad política, acaban arrojando resultados de dudosa relevancia práctica, cuando no contraproducentes. Cuando los asuntos se convierten en pruebas de lealtad y de definición identitaria, los productos acaban siendo inevitablemente extremos, con poca probabilidad de contribuir a resolver la problemática que se pretende atender.
Esta semana vivimos dos asuntos candentes que ponen en entredicho la estabilidad y la sanidad colectiva en materia de seguridad, uno de los desafíos más trascendentes para la vida pública. Tanto la prisión preventiva oficiosa, como el papel de la guardia nacional, son elementos cruciales para la seguridad de la población. En ambos casos, las posturas de políticos, estudiosos, comentaristas y autoridades a cargo de los asuntos se polarizaron a tal extremo que resultó imposible desarrollar un debate responsable dentro o fuera del ámbito legislativo o de la propia Suprema Corte.
La noción misma de prisión preventiva oficiosa es despreciable porque derrota cualquier concepción básica de justicia. Una persona que es enviada a la cárcel por la mera presunción de culpabilidad y sin la intervención de un juez es algo inaceptable en cualquier sociedad civilizada. Al mismo tiempo, es imposible, y a toda luz absurdo, ignorar el contexto en el que esa figura existe. En un país en que se cometen cientos de miles de homicidios, robos, secuestros y extorsiones cada año, delitos que quedan casi siempre impunes, es obvio que estamos lejos de vivir en un marco de civilización en el que se respetan las reglas del juego en las instituciones estatales y entre éstas y los particulares.
La prisión preventiva oficiosa se concibió para delitos violentos que ameritaban un trato especial para evitar la evasión de la justicia, para narcotraficantes, homicidas y secuestradores. El problema fue que se extendió esa figura a un catálogo interminable de potenciales delitos, con lo que éste dejó de ser un mecanismo para casos de alta gravedad por la violencia que entrañaban, para convertirse en un instrumento de virtual extorsión por parte de autoridades fiscales, administrativas y ministerios públicos. Pasamos de un mecanismo de uso limitado a un instrumento de abuso sin límite.
Paradójicamente, eliminar de tajo el mecanismo podría implicar mayor impunidad porque ahora serán los jueces quienes tendrían que dictaminar la llamada prisión preventiva justificada, lo que los expondría a represalias e infinita corrupción. Un juez podría verse forzado a abdicar su responsabilidad para proteger a su familia o aceptar un pago a cambio de no dictar la prisión preventiva. En situación similar, Colombia recurrió a los llamados “jueces sin rostro” para evitar personalizar estas decisiones, con pobres resultados.
El contexto importa porque no vivimos en Dinamarca, ni contamos con la estrategia implícita de seguridad de esa nación, sus policías, funcionarios judiciales o instituciones. Hay que estar ciego para pretender que lo que funciona allá es aplicable a la realidad mexicana sin más.
La guardia nacional, dentro o fuera del ejército, es solo un componente, no el mayor, de lo que debería ser una estrategia de seguridad. Los militares -con mucho la mayoría de los integrantes del contingente que integra la guardia nacional- no están preparados para ser policías, no es su función, ni es solución al problema de inseguridad y violencia que afecta al país. Aunque su inclusión formal en la Secretaría de Defensa ha desatado enormes pasiones -y sensatos argumentos jurídicos- el “debate” adolece del componente nodal: la seguridad comienza por abajo; no puede ser impuesta desde arriba por mandato presidencial, vicio que se acumula desde 2007.
La característica central de todos los países en que su población goza de plena seguridad es que las autoridades locales son las responsables de mantener el orden y preservar la paz. Es el policía de esquina de quien depende la seguridad de la población y de las autoridades del fuero común -las locales- que funcione el sistema de procuración de justicia. En México pasamos de un sistema autoritario con fuerte control central a un inmenso desorden en el que la mayoría de las autoridades estatales y municipales no se responsabiliza de nada.
En este contexto, la función de la guardia nacional debería consistir en crear condiciones de paz y estabilidad para que se desarrollen sistemas policiacos y judiciales efectivos a nivel local, proceso que llevaría años, no unos cuantos meses. Como está en la actualidad, la GN sirve para estabilizar temporalmente una localidad, estabilidad que desaparece tan pronto se muda a otro lugar del país.
Dice de la Boétie** que “los tiranos, para fortalecer su poder, se han esforzado en instruir a su pueblo no solo en la obediencia y el servilismo hacia sí mismos, sino también en la adoración”. Mientras eso no cambie, el resto seguirá igual.
*Northern Securities Co. v. United States, 193 U.S. 197, 400-401 (1904).
**The Politics of Obedience.