El presidente de México goza de un elevado índice de popularidad, superior, por primera vez (así sea por un par de puntos porcentuales) al de sus predecesores recientes a estas alturas del partido. Esa popularidad tiene dos características relevantes: por un lado, no guarda relación alguna con el desempeño del gobierno, donde la calificación es abismal, por decir lo menos. Por otro lado, el sustento principal de su alta calificación está en las transferencias en efectivo de los programas sociales del gobierno. El presidente no apostó al crecimiento de la economía, al empleo o a la consolidación de proyectos previamente existentes, sino a la construcción de una estructura de dependencia de su base social. Esto arroja dos preguntas: primero, ¿qué tan sólida es esa base de apoyo? Y, segundo, ¿se trata de una fuente de poder y popularidad que pudiese trascender al sexenio o refleja una relación meramente transaccional, como solía ocurrir en la era del PRI? La respuesta a estas interrogantes bien podría determinar el devenir del sexenio y la naturaleza del próximo gobierno.
El gran éxito del presidente ha sido, precisamente, la aprobación de que goza en lo personal y su traducción en una elevada popularidad. En esto, su gestión ha sido excepcional no por lo elevado de los números, sino por su desconexión con la forma en que la población evalúa las cosas que le afectan directamente, como seguridad, empleo y capacidad de consumo. Es decir, la población no se siente satisfecha en términos de su bienestar y, sin embargo, aprueba la gestión presidencial. La contradicción parece evidente, pero ahí es donde destaca el presidente: en su capacidad de comunicación con su base, sustentada en transferencias, no resultados.
Virtualmente todos los gobiernos del mundo comienzan con elevadas expectativas que reflejan la esperanza de que la nueva administración será capaz de lidiar exitosamente con los retos que se presentan en la vida cotidiana. El presidente mismo planteó cuatro retos fundamentales (pobreza, corrupción, crecimiento y desigualdad), pero la población no ha experimentado alivio en ninguno de ellos: los indicadores muestran un creciente deterioro. Peor, no hay razón alguna para esperar una mejoría en el desempeño de la economía -o de la propia actividad gubernamental- en los próximos dos años, de aquí al fin del sexenio, porque el gobierno no ha invertido en proyectos susceptibles de mejorar el bienestar de la población, resolverle sus problemas o atraer inversiones que pudiesen lograr lo anterior.
En realidad, el gobierno ha hecho todo lo posible por impedir la inversión privada, a la vez que sobrecarga las cuentas gubernamentales de obligaciones que ya se han convertido en un fardo para el desarrollo futuro del país. Luego de vaciar todos los fideicomisos, reservas y fondos de contingencia para seguir financiando las transferencias en efectivo, las finanzas públicas comienzan a experimentar una creciente fragilidad porque la ausencia de crecimiento trae por consecuencia una disminución en la recaudación. Aunque a primera vista manejadas con responsabilidad, las finanzas del gobierno evidencian una artificialidad porque se ha eliminado toda promoción para el crecimiento, la ausencia de nuevas fuentes de ingreso y los crecientes compromisos que demandan las inversiones y déficits de Pemex y CFE. Es decir, la pretendida ortodoxia fiscal es inestable y va a ser un factor de enorme riesgo en la medida en que avance el sexenio, se sigan elevando las tasas de interés y sigan sin resolverse los problemas más elementales que afectan a la vida cotidiana de la población.
El sexenio progresa, con lo que se agudizan los problemas inherentes al ciclo político. El control presidencial comienza a disminuir, las luchas intestinas por el poder se intensifican (por haber destapado la sucesión tres años antes de tiempo), y las insuficiencias del gobierno se hacen cada vez más patentes. Además, las fracturas en Morena no son pequeñas. Sin duda, el control de la narrativa y las transferencias en efectivo contribuyen a mantener un alto índice de popularidad, pero éste sólo es garantizado por parte de la base social que mantiene una conexión casi religiosa con el presidente. Como demostró la revocación de mandato, esa base ya no es lo que era y la erosión no puede más que acelerarse. El presidente se ha beneficiado de la falta de brújula y capacidad de los liderazgos de oposición, pero esto también tiene límites. El ciclo político es incontenible y eso provocará que se aceleren los procesos políticos y se reviertan las que hoy parecen virtudes, y eso si las cosas le salen bien al presidente.
La revocación de mandato determinó el techo del apoyo irrestricto al presidente. El resto -unos 70 millones de votantes potenciales- está en juego. Es evidente que el índice de popularidad incluye a muchos de esos 70 millones, pero ese apoyo, históricamente, es circunstancial, dependiente casi siempre de un intercambio de beneficios por votos: ahí no hay creencias sino intereses de por medio. El presidente ha sido sumamente hábil en utilizar los fondos gubernamentales para afianzar su base de apoyo, pero nada substituye al bienestar. Ahora es la oposición quien tiene que probar que tiene un mejor proyecto para lograrlo.