No, no es un caso de injerencia indebida que el gobierno mexicano asesore a su par peruano en materia de políticas públicas a pedido de este último. La exitosa organización de los Juegos Panamericanos Lima 2019, se explica en parte por el convenio que, para ese propósito, suscribieron los gobiernos de Perú y del Reino Unido. Y la reciente propuesta de reforma fiscal del ejecutivo fue elaborada con la colaboración del Fondo Monetario Internacional, solicitada nada menos que por un gobierno de izquierda.
Pero si vamos a solicitar la colaboración del gobierno mexicano en materia de políticas públicas, en general, y de políticas sociales, en particular, cabría evaluar qué valdría la pena adoptar de la experiencia mexicana y qué no. Las políticas sociales, por ejemplo, parecen explicar en parte el alto nivel de aprobación que mantiene el presidente López Obrador. Pero cabe preguntarse si, al margen de los beneficios inmediatos de las transferencias que implican, tendrán efectos positivos a largo plazo.
Por ejemplo, el gobierno de López Obrador ha elevado el monto de las pensiones públicas (entre otros gastos), manteniendo el déficit fiscal y la deuda pública bajo control: ese podría ser un ejemplo a seguir. Pero, pese a los beneficios inmediatos de otros de sus programas sociales, hay razones para cuestionar su diseño e implementación. Por ejemplo, unos 330.000 jóvenes entre 18 y 29 años obtendrán poco más de US$ 200 mensuales por un año, con la condición de que asistan a programas de capacitación. La idea es que puedan adquirir una educación para el trabajo sin el riesgo de que la abandonen por carencias económicas. La idea parece buena, pero los críticos señalan que no hay un monitoreo adecuado de las capacidades aprendidas, así como que sus empleadores potenciales suelen exigir pagos para contratarlos.
Con el fin de reforestar tierras que han padecido erosión, otro programa implica el pago de una suma similar a unos 420.000 agricultores por plantar árboles. Incluso personas que comparten los fines del programa plantean, sin embargo, que aquí también existirían problemas de diseño y monitoreo. De un lado, algunos de los beneficiarios derriban árboles para obtener el pago por plantar otros nuevos. De otro, en algunos casos se plantan especies ajenas a la región, que traen otros problemas.
Ello sin mencionar un área en que la experiencia mexicana replica algunos problemas que ya conocemos en Perú: la de la reforma de la educación escolar pública. Al igual que lo que ocurre con el gremio magisterial asociado al presidente Castillo, el principal gremio magisterial mexicano respaldó al presidente López Obrador cuando este excluyó de la reforma de esa educación las evaluaciones docentes. De hecho, en el caso mexicano el principal gremio magisterial influye en los nombramientos docentes sin conceder mayor consideración a resultado de aprendizaje, estudios o experiencia como criterios de selección.
Otra área de interés común en la que la experiencia del gobierno de López Obrador no es digna de imitarse es la de la pandemia del COVID-19. En consonancia con presidentes como Trump o Bolsonaro, López Obrador se negó durante mucho tiempo a adoptar las recomendaciones de los especialistas. Por ejemplo, a inicios de la pandemia, no sólo se negó a adoptar ciertas medidas de distanciamiento social, sino que incluso recomendó hacer lo contrario. Por ejemplo, declaró que “Lo del coronavirus, eso de que no se puede uno abrazar, hay que abrazarse, no pasa nada”. O se negó a usar el cubre-bocas en público, alegando que seguía la recomendación del sub-secretario de Salud, Hugo López-Gatell (quien, tras ser aludido por el presidente, declaró públicamente lo contrario).
No es por ende una mera coincidencia que, bajo los tres presidentes en mención, la tasa de muertes excedentes por COVID-19 fuera mayor a la media mundial.