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Fuera máscaras
Lun, 01/05/2023 - 09:00

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Una virtud que debe reconocérsele al presidente López Obrador es la transparencia: en contraste con sus predecesores recientes, hay una congruencia total entre su discurso y su visión del país y de la función de la política y su relación con la economía. Como las ve las dice. A diferencia de sus predecesores, no tiene ni la menor preocupación por pretender lo que no es, ni la menor intención de gobernar para todos. Tampoco pretende resolver los problemas del país ni mucho menos crear una plataforma para el futuro. Su agenda es nostálgica y su visión congruente con ella. La pregunta es si eso es sostenible.

En los ochenta México dio un viraje en su estrategia de desarrollo. Ese es el gran punto de contención para el presidente: su reyerta se remite a ese momento de nuestra historia bajo el argumento de que se traicionó el proyecto de desarrollo postrevolucionario. Detrás de esa concepción yace una falacia nodal: que el cambio fue voluntario, promovido por tecnócratas desnaturalizados que no conocían nuestra historia y que, en consecuencia, impusieron una visión del mundo contraria a los intereses de la nación.

El viraje que experimentó el país en aquellos años respondió a dos circunstancias inexorables: una fue la virtual quiebra del gobierno mexicano al inicio de los ochenta. La causa inmediata de la quiebra fueron los excesos fiscales de los gobiernos de Echeverría y López Portillo, que precipitaron el colapso económico en 1982, la crisis de deuda, una recesión de casi una década y niveles extraordinarios de inflación. La causa mediata fue que aquellos gobiernos recurrieron a la concentración del poder y funciones en la presidencia con el objetivo de restaurar la capacidad de crecimiento económico, lo que resultó imposible, provocando el colapso. La pretensión de que con evitar excesos fiscales se puede lograr el objetivo fallido de entonces no va a acabar de otra manera.

La otra causa de la quiebra fue que el mundo había cambiado. Lo que aquellos tecnócratas que el presidente desprecia observaron fue que el modelo de desarrollo estabilizador que tan buenos resultados había dado en las décadas previas ya no era sostenible. Si el objetivo era avanzar y acelerar el desarrollo, el país tendría que cambiar su modelo de crecimiento, en congruencia con la creciente disminución de las barreras a los intercambios financieros, comerciales, industriales y de información que la tecnología comenzaba a impulsar. En una palabra: México se sumaba al mundo o se quedaba sumido en la crisis.

El gran reto para lograr aquellos objetivos grandiosos radicaba en la incompatibilidad del viejo sistema político con una economía moderna, integrada al resto del mundo. Es decir, para poder ser exitoso, el país tenía que cambiar no solo su economía, sino todas sus estructuras internas. Sin embargo, el “secreto” detrás del viraje en el proyecto económico iniciado en los ochenta fue que el objetivo “real” era el de reiniciar el crecimiento acelerado de la economía para evitar modificar al sistema político. Se entendía la incompatibilidad, pero se pretendió que era manejable.

En esa contradicción, en ese pecado de origen, reside la verdadera diferencia entre el gobierno actual y sus predecesores. Los gobiernos de los ochenta en adelante llevaron a cabo múltiples reformas institucionales, todas ellas concebidas para arropar a las reformas económicas y darle contenido efectivo a las regulaciones que se habían venido adoptando tanto por iniciativa interna como por consecuencia de los tratados comerciales que se fueron negociando. Así nacieron las entidades regulatorias en materia de competencia, comunicaciones, energía, etcétera. En paralelo, se reformó la Suprema Corte de Justicia y, atendiendo al creciente conflictividad, se construyeron las instituciones electorales.

El paradigma era uno de acotamiento del poder presidencial y los presidentes hicieron su parte, cumpliendo las formas. En el camino, fueron presentándose las incongruencias que producía el choque entre las demandas de una economía moderna y la realidad tangible a nivel del piso: comenzando por las vastas diferencias regionales de crecimiento, pero también el ascenso del crimen organizado, la violencia e inseguridad de la población, y la disfuncionalidad en la relación federación-estados, los incentivos perversos de las autoridades locales en materia fiscal, de seguridad y de justicia.

Son esas incoherencias y contradicciones la esencia del rompimiento que ha llevado a cabo AMLO. En contraste con sus predecesores, él actúa bajo un paradigma distinto: el no pretende construir un país moderno; al revés, su proyecto consiste exactamente en lo contrario, en cancelar la parte moderna del país para restaurar la congruencia entre lo económico y lo político.

Desde esa perspectiva, el no tiene por qué dar explicaciones sobre el espionaje que lleva a cabo el gobierno, sobre el destino del gasto público o sobre los vínculos entre su gobierno y otras naciones a las que dedica tiempo y recursos. En un sistema cerrado, introvertido (e inevitablemente autoritario) el gobierno no tiene porqué explicar nada.

Las incongruencias son reales y a la vista de todos. La nueva incongruencia radica en pretender que se puede cancelar lo que sí funciona en lugar de resolver lo que lo obstaculiza.

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