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Gobernar
Mar, 13/07/2021 - 11:51

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

El arte de gobernar, dice David Konzevik, es el arte de manejar la brecha entre las expectativas que tiene la ciudadanía y las realidades mundanas. México es un ejemplo viviente tanto de la enorme brecha entre ambos factores como de la incapacidad de nuestros gobiernos por manejarla. La pregunta es por qué.

La reciente elección nos puede dar una pista de la problemática que enfrenta el país y que, por décadas, ha sido evadida por un gobierno tras otro. Independientemente del resultado electoral específico, hay dos patrones muy claros en el electorado mexicano: por un lado, un reconocimiento del enorme cambio para bien que experimentó el país a lo largo de las últimas décadas. No es necesario ver más allá del impresionante voto urbano, desde la ciudad de México hasta la frontera, para apreciar un país activo, demandante y “entrón,” decidido a otear un futuro promisorio. Por otro lado, es igualmente palpable el rezago que sigue caracterizando a México en buena parte del sur y otras demarcaciones.

En cierta forma, nada cambió desde 2018: el país sigue exhibiendo una enorme desigualdad, pero ahora exacerbada (en lugar de disminuida, una paradoja) por la naturaleza del presidente. Es decir, en vez de avanzar hacia los objetivos que él mismo enarboló en su campaña, el país se ha retraído y sus problemas se han acentuado.

Lo fácil sería atribuirle al presidente este resultado, pero eso implicaría ignorar que el problema yace en las estructuras que hacen posible que un presidente pueda cambiar tantas cosas sin el menor contrapeso. A algunos les gusta lo que ha hecho, otros lo reprueban, pero ambas posturas eluden el problema de fondo: México no necesita salvadores o Tlatoanis sino un sistema de gobierno que funcione, que resuelva problemas y construya condiciones propicias para su desarrollo, lo que implica lidiar con servicios básicos (como educación, salud y seguridad) y también con los mecanismos y estructuras que pudiesen hacer posible el desarrollo de largo plazo.

En el corazón de nuestra encrucijada se encuentra el contraste entre las reformas económicas y las políticas que hemos experimentado en las pasadas décadas. Mientras que las reformas económicas seguían un modelo muy bien articulado (eso independientemente de los errores y sesgos de implementación), las políticas fueron siempre reactivas y nunca hubo un sentido de dirección: más bien, se trataba de apaciguar a personas o intereses (comenzando por el hoy presidente) en lugar de construir un ensamblado amplio e incluyente que sumara a todas las fuerzas políticas. El resultado fue lo que hemos vivido: un gobierno disfuncional, distante de las necesidades de la población y un país dividido por los intereses que protegen al statu quo que impide el desarrollo de vastas regiones del país.

Una película sobre las negociaciones entre israelíes y palestinos en Oslo en los noventa muestra el contraste entre dos visiones, que permite apreciar la complejidad de nuestra situación. La primera negociación logró acuerdos sobre principios generales. No fue sencillo, pero lo que salió fue un esquema sobre el que se podía trabajar. Sin embargo, fue hasta que comenzaron a discutir los detalles -como la basura o los impuestos- que los negociadores se encontraron ante la complejidad de aterrizar los grandes principios en la funcionalidad de la gobernanza cotidiana. La verdadera negociación no inició sino hasta que se abocaron a lo que hace funcionar a un país. Ese proceso fracasó por diversas razones, pero el ejemplo me parece sumamente relevante para México.

Las reformas políticas mexicanas nunca llegaron a un punto como ese. Claro que se lograron arreglos institucionales en materia electoral o sobre la suprema corte; también se podrían agregar otros no menos trascendentes como el del Banco de México, quizá menos visibles, pero no menos trascendentes. Sin embargo, nunca se llegó a una negociación sobre los asuntos que realmente importan a la población o al desarrollo del país en su vida cotidiana.

Asuntos como: las relaciones entre los estados y gobernadores con el ejecutivo federal; los dineros federales y los estatales; la separación de soberanías entre estados y federación; un sistema de seguridad pública que no sea dependiente del ejército y que efectivamente confiera seguridad a la población; la justicia del fuero común; los partidos políticos: sus prerrogativas y relación con la ciudadanía; las facultades de los miembros del gabinete federal y la rendición de cuentas; la libertad de prensa; los medios de comunicación y la transparencia de su financiamiento. Sin acordar estos “detalles” es imposible resolver problemas “triviales” como la basura, la extorsión o la vida cotidiana.

La reforma electoral de 1996 resolvió un problema específico, pero a la vez creó uno mucho más grande: resolvió el acceso al poder, pero no la forma de gobernarnos. Todos los problemas que hoy enfrenta el país se derivan de ahí: desapareció el sistema que todo lo controlaba, pero no se creó uno nuevo que le respondiera a la ciudadanía. Se encumbraron poderes particulares por todas partes y se hizo posible el ascenso de una hiper presidencia sin control alguno. Ningún país puede progresar o prosperar en esas circunstancias.

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