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Inclusión
Lun, 12/04/2021 - 16:59

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La desigualdad es una característica estructural de México: desde tiempos ancestrales, el origen social, la localización geográfica y las condiciones del entorno en que cada familia vive determinan un piso desigual. Nuestro país no es excepcional en haber heredado tanto una estructura social como una orografía que crea condiciones socio políticas y económicas de desigualdad; en lo que México sí es excepcional respecto a innumerables países de similar nivel de producto per cápita es en haber fracasado (o, incluso, no intentado) en crear condiciones para mejorar la probabilidad de éxito de toda la población, sin distingo alguno. De hecho, el problema radica en otro lado: muchos políticos tienen visiones maximalistas de tal magnitud que acaban siendo utópicas. Otros simplemente prefieren que persista la pobreza.

El discurso político sobre la desigualdad es generoso en retórica, pero parco en soluciones. Desde luego, no faltan propuestas de igualar hacia abajo a través de una redistribución radical del ingreso, lo que implicaría que hubiera muchos más pobres cuando lo que nuestra sociedad exige es tener muchos más ricos. Otras propuestas se concentran en atenuar los síntomas de la pobreza o de quienes no tienen acceso a los beneficios que genera la sociedad, sobre todo a través de subsidios que consisten en transferencias a familias pobres a cambio del cumplimiento de ciertos compromisos como llevar a los niños a la escuela y a los centros de salud, la esencia de programas como Oportunidades, Progresa y similares. También hay quienes proponen generalizar ese principio a través de mecanismos como el de un ingreso universal, que han tenido el efecto de eliminar el incentivo al progreso individual de las personas. Otros más buscan soluciones mágicas a través de más gasto público (y los concomitantes impuestos) sin cambiar ni el objetivo del gasto ni su ejecución.

Como dijera Einstein, no hay razón para esperar resultados distintos cuando se siguen haciendo las mismas cosas.

China demuestra que es posible disminuir la desigualdad en un par de generaciones: lo que se requiere es una economía pujante que demande mano de obra y un proceso educativo que cree capital en las personas dispuestas a incorporarse en el mercado de trabajo. El éxito de China es tan obvio que debería darnos vergüenza porque no es el único país que lo ha logrado. El gigante asiático creó incentivos para la instalación y progreso de empresas privadas (nacionales y extranjeras) y dedicó ingentes recursos para convertir a la educación en un medio a través del cual todos, independientemente de su origen, pudieran incorporarse en el mercado laboral del siglo XXI. Con esa estrategia (inaugurada por Corea, Taiwán y otros), China logró que más de 300 millones de ciudadanos se incorporaran en el mercado de trabajo, elevaran sus niveles de vida y pagaran impuestos. El círculo virtuoso de la movilidad social.

El reto de México es el de la inclusión social: crear condiciones para que todos los mexicanos, sin distingo alguno, tengan igual capacidad de acceso a las oportunidades que ofrece el país y el mundo. Eso implica cambiar la lógica del gasto público, de la educación y del desarrollo en general: cuando se adopta la lógica de la inclusión, lo único que importa es que la economía crezca aceleradamente y que la población tenga capacidad para incorporarse en ella. Eso, a su vez, arroja nueva luz sobre el papel de las mafias sindicales de la educación, los caciques políticos y los gobernantes que no tienen mayor objetivo que el de controlar a la población. Todos ellos saben que una población pobre es siempre más fácil de manipular, lo que no les impide dramatizar la desigualdad en lugar de actuar para eliminarla.

En el muy distinto del siglo XX, México logró una acelerada movilidad social gracias a la combinación de estabilidad política e inversión pública y privada. El siglo XXI, el de la tecnología y el conocimiento, demanda eso y más: como el éxito depende de la capacidad de las personas para agregar valor, la educación y la infraestructura física y de salud se convierten en activos nodales para lograr el mismo objetivo. El progreso del país requiere estrategias creativas de inclusión, pero el gobierno sigue en el siglo XX, ahora de manera oficial.

La pregunta obvia es por qué crece tan poco la productividad y, por ende, el ingreso de la población a pesar del éxito de sectores como el exportador. De nuevo, cuando uno observa a Corea o China la respuesta es evidente: porque ellos han apostado por la agregación de valor, que es lo que eleva los niveles de vida en este siglo. No se necesita ser genio para observar que las mañaneras son una mera distracción para evitar implementar una probada estrategia de desarrollo.

No hay otra receta para reducir y eventualmente acabar con la desigualdad que la movilidad social y ésta es el resultado de la acción concertada de un gobierno para crear condiciones tanto para el crecimiento económico acelerado como para la igualación de oportunidades a través del capital humano, es decir, especialmente la educación y la salud, para los más desfavorecidos. Claro, todo depende de que el objetivo sea el desarrollo y la inclusión y no el control y la pauperización.

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