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La Corte y el futuro
Lun, 26/04/2021 - 18:15

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La Suprema Corte de Justicia es el único de los tres poderes públicos que fue conscientemente reformado en el México reciente para empatar con la realidad política de este siglo. Esto le confiere un carácter especial que, sin embargo, sus integrantes no han asumido de manera plena. Aunque los presidentes hasta 2018 respetaron sus sentencias, los ministros nunca han cobrado un papel protagónico, el que en la separación de poderes les correspondería, lo que les ha impedido ganar el respeto y aprecio de la ciudadanía en general. Ese vacío le permitió al presidente Andrés Manuel López Obrador forzar la salida de un ministro y manipular al presidente del poder que, al menos en la teoría, tiene la responsabilidad de proteger los derechos ciudadanos por encima de cualquier otra cosa.

Es obvio que ningún cuerpo colegiado, y menos en un país con tan pobre opinión de sus jueces, nace con una legitimidad generalizada. Se trata, a final de cuentas, de un poder incómodo, cuya función constitucional es resolver diferendos entre los otros poderes de la unión, asegurando que sus acciones y decisiones se apeguen al marco constitucional, donde lo crucial no es la popularidad de sus resoluciones sino su solidez. Los integrantes de los tribunales supremos van ganando (o perdiendo) su credibilidad en el trajín cotidiano de sus decisiones; el prestigio, la legitimidad y, por lo tanto, la independencia, se ganan: no vienen solas ni de manera automática. Son los momentos de conflicto los que definen y determinan su importancia, solidez y trascendencia. Esa es la tesitura en la que hoy está: resuelve los asuntos candentes −como el plazo de su presidente, la extinción de dominio y la prisión preventiva− o se hunde. O sea, oportunidad o irrelevancia.

Un tribunal constitucional es un poder independiente pero idéntico a los otros dos, dedicado a velar por la letra y espíritu del documento supremo que norma la vida en la sociedad, sin preocuparse por los vaivenes políticos del momento. Su función medular es tutelar los derechos ciudadanos sin tener que preocuparse de los límites, dificultades o imperativos de la función gubernamental. Ahora que el presidente está desafiando a la Corte y amenazando su futuro, los ministros actúan o dejan que el país se desmorone. Al final del día, su relevancia depende de cómo se perciben a sí mismos y de la trascendencia con que miran su responsabilidad. En la medida en que crece la arbitrariedad del ejecutivo y del legislativo, la Corte se convierte en el único dique que resta.

El punto es clave: toda vez que los ministros se asuman como empleados del presidente, su función no podrá ser otra que la de validar sus decisiones. Asumen la libertad que el plazo de su nombramiento les confiere o pierden su razón de ser. En la historia de las cortes supremas alrededor del mundo hay siempre un momento emblemático que les obliga a definirse: le responden a la ciudadanía y a la historia o sucumben ante el presidente del momento.

Es obvio que es enorme el poder de López Obrador para “persuadir” a los miembros de la Corte para que favorezcan los intereses particulares del presidente. Remover violentamente a un ministro con la anuencia de su presidente demostró que no hay límites a su disposición para imponerse por encima de todo y todos. Eso deja a los ministros ante el dilema inmediato: legitimar las arbitrariedades e intereses promovidos desde el ejecutivo o asumir su responsabilidad histórica como garantes de los derechos ciudadanos encumbrados en la constitución. Hasta ahora, solo los jueces de distrito han estado dispuestos a cumplir íntegramente con esa responsabilidad.

El dilema de asumirse como tribunal constitucional no es excepcional en la historia de los tribunales supremos, pero la SCJ lo ha evadido una vez tras otra, como ocurrió con el juicio a los expresidentes. El caso emblemático de Madison vs Marbury (1801) en Estados Unidos parece casi idéntico al que hoy tiene frente a sí la SCJ: si la Corte emitía un fallo forzando a Madison a hacer lo que demandaba Marbury, el presidente lo ignoraría, lo que debilitaría la autoridad y legitimidad de la Corte. Por su parte, si la Corte negaba el derecho de Marbury, su falló parecería parcial, sesgado a favor del ejecutivo por miedo a enfrentar represalias. Para el presidente de la corte ambas respuestas habrían minado el principio elemental de la supremacía de la constitución y la legalidad. Su decisión le otorgó la enorme legitimidad que goza hasta la fecha.

El reto para la SCJ es romper con la inercia del viejo sistema presidencialista, que produjo mucha legislación sin jamás afianzar el Estado de derecho. En un entorno de competencia electoral abierta pero enorme fragilidad política, la Corte tiene ante sí la oportunidad de encumbrarse como un poder independiente que cuida no sólo los derechos de los ciudadanos, sino del principio constitucional más elemental que es el de impedir el abuso del poder. La justicia no es algo abstracto: son las reglas clave para la convivencia social.

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Como escribió Montesquieu, la libertad no existe si el poder de juzgar no está separado de los poderes legislativo ejecutivo. Para bien o para mal, en sus manos está el futuro del país.

 

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