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La cruda
Mar, 10/11/2020 - 08:42

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

“De los estadounidenses, Churchill supuestamente dijo: ‘siempre se puede esperar que harán la cosa correcta… luego de haber extenuado todas las demás posibilidades’”. ¡Y vaya que han hecho su mejor esfuerzo!  En el contexto estadounidense, Obama y Trump estiraron la liga al máximo, en direcciones opuestas, polarizando a la sociedad norteamericana y acentuando las líneas de quiebre que ya existían, alimentando odios y otras pasiones. Aunque Biden ha sido declarado ganador por los medios, Trump no lo ha reconocido, lo que deja en un limbo el proceso.

Trump no ha sido un presidente prototípico. Su carta de presentación, desde la campaña de 2016, fue la de un rebelde que no se apegaría a norma alguna. En lugar de sumar, se dedicó a restar y en vez de procurar resolver, se dedicó a atacar. Como presidente ha sido impresentable, pero nadie le puede negar el mérito de haber avanzado la agenda que prometió en materia fiscal, regulatoria, ambiental y comercial. Puede uno coincidir o no con su forma de ver al mundo, pero no se le puede negar consistencia con su electorado. Para el resto, como dicen en otros lares, al diablo con sus instituciones.

Biden no fue el candidato más atractivo o dinámico que existía, pero fue el único que pudo unificar a su partido para esta contienda. A pesar de sus obvias limitaciones, las circunstancias no podían ser mejores para su ascenso: la crisis del covid socavó el principal activo con que contaba Trump -el crecimiento acelerado de la economía, del empleo y de los salarios- y la prensa no pudo haber sido más benigna con él. Como presidente, tendrá que lidiar con un panorama político complejo, comenzando por su propio partido, que se ha desplazado hacia la izquierda de una manera que atemorizó a buena parte del electorado, incluso el propio.

El partido demócrata no sólo se ha movido a la izquierda, sino que, en los últimos meses, produjo movimientos violentos y destructivos en las calles de múltiples ciudades. Biden fue incapaz de deslindarse de estos, lo que sin duda incidió en su voto: ante ese panorama, muchos votantes independientes, de quienes depende el resultado, corrieron de regreso a Trump. Además, la incipiente recuperación de la economía y del empleo luego del bajón del principio de año, le permitió a Trump argumentar que su estrategia permanecía vigente. Aunque las encuestas seguían mostrando alta probabilidad de un triunfo para Biden, el margen se fue cerrando en los últimos días.

Biden no era el candidato natural de su partido. Resultó nominado precisamente porque no amenazaba a ninguno de sus componentes. Biden emergió como candidato porque el establishment del partido demócrata reconocía que Bernie Sanders, el favorito de los progresistas, no tenía posibilidad alguna de ganar porque la mayoría del partido sigue siendo moderada. Aun así, es evidente que todo ese empuje fue insuficiente para lograr una victoria decisiva. Trump sigue teniendo una base sólida y, a pesar de sus malas formas, muchos demócratas e independientes temen más el avance de las iniciativas de los progresistas que la intemperancia del hoy presidente.

La carta principal de Biden era muy simple y evidente: no es Trump. El enorme rechazo que genera Trump bastó para que el primero navegara con tranquilidad a lo largo de los meses de campaña. De ganar, tendrá que contender con la realidad de un país por demás dividido, caracterizado por posturas extremas y un desprecio entre los votantes con preferencias partidistas opuestas. Y eso sin contar las enormes diferencias entre agendas y expectativas que existen dentro de su propia coalición.

Lo fascinante del escenario norteamericano es la insularidad de los dos mundos que lo caracterizan. Los habitantes de las costas suelen tener una visión optimista del mundo, una estructura de empleos (e ingresos) cada vez más ligada a la economía de la información y una propensión a europeizar su sistema de salud, pensiones y otros servicios provistos por el gobierno. Por su parte, los habitantes del medio oeste, sobre todo del llamado “cinturón oxidado,” que incluye a las regiones mineras tradicionales, viven en la precariedad, el pesimismo y la falta de oportunidades que la transformación económica y tecnológica del mundo les ha negado. El contraste en la calidad de la educación entre ambas regiones es pasmoso. Obama privilegió a los primeros, Trump a los segundos. Ambos polarizaron a los ojos de sus opuestos, llevando a las tensiones que se expresaron en la elección de esta semana.

Lo impactante de esta elección no es el resultado inmediato, sino su dinámica. Lo que parecía un triunfo no solo seguro sino arrollador acabó en un virtual empate. El margen de maniobra del nuevo presidente será limitado, dependiendo mucho de cómo concluya el senado. Trump no tendría problema con un escenario como ese, pues su único objetivo sería perseverar en una agenda divisiva. Biden, en cambio, tendría que buscar una forma de trabajar con sus contrapartes republicanas para construir terreno común que permita restaurar una semblanza de orden, institucionalidad y paz interna. Lo bueno de eso es que empata perfectamente con su personalidad y le permitiría dejar a un lado a la base progresista que tanto daño le hizo en esta elección. 

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