Según el presidente Biden, la guerra en Ucrania es parte de una “batalla entre democracias y autocracias” que definirá el futuro de nuestro mundo. Sé que no haría ninguna diferencia, pero, si ese fuera el caso, no dudaría en sumarme al bando de las democracias en dicha confrontación. Pero ese no es el caso. Sino pregúntese por qué el mismo Biden que en 2019 denominó a la autocracia saudí un “paria” internacional, ahora le entrega sistemas antimisiles Patriot que le negaba hasta la víspera de esa guerra. Parte de la respuesta es que el petróleo de esa autocracia podría contribuir a reemplazar el petróleo de la autocracia rusa en la eventualidad de que se apliquen sanciones severas contra la industria de hidrocarburos de Rusia. Y gobiernos democráticamente elegidos como los de Brasil, la India, México y Sudáfrica han guardado distancia de, cuando menos, parte de las medidas impulsadas por la OTAN en contra de Rusia.
Se podría contrargumentar que ninguno de esos cuatro Estados es precisamente una democracia ejemplar. De hecho, los cuatro califican como una “democracia deficiente” (“flawed democracy” en el original), en el Índice de Democracia para 2021 elaborado por la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist. Pero eso es más de lo que se puede decir de Ucrania, que en dicho índice califica como un “régimen híbrido” (es decir, ni siquiera alcanza el estatus de “democracia deficiente”, mientras que Rusia cae en la categoría de régimen autoritario). A su vez, el índice La Libertad en el Mundo de Freedom House para el mismo año, señala que Rusia no es un país libre, pero Ucrania califica únicamente como “parcialmente libre” (“partly free” en el original). Y en el Índice de Libertad de Prensa en el Mundo para 2021 de Reporteros Sin Fronteras, Rusia ocupa el puesto 150 entre 180 países, pero Ucrania ocupó un desdoroso puesto 97.
Otra arista del mismo problema son los intentos de explicar la deplorable performance militar del ejército ruso en Ucrania con base en sus niveles de corrupción. En efecto, Rusia ocupa el puesto 136 entre 180 países en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. Pero Ucrania apenas supera esa posición, ocupando el puesto 122. Podría argumentarse que es un índice poco confiable en tanto se basa en entrevistas que miden la percepción de los entrevistados sobre el nivel de corrupción en un país, sin brindar evidencia concluyente sobre el problema. Además, no mide específicamente la corrupción en el sector defensa, que es lo que importaría aquí.
Para lidiar con ese tipo de objeciones, Transparencia Internacional también elabora un Índice de Integridad Gubernamental en Defensa, el cual emplea una metodología más rigurosa (aunque la mayoría de su evidencia es indiciaria, después de todo corruptos y corruptores no suelen llevar un registro público de sus delitos). Ese índice clasifica a los países según el riesgo de corrupción en el sector defensa en una escala que va desde la letra A (Muy Bajo Riesgo) hasta la letra F (Riesgo Crítico): tanto Rusia como Ucrania caen dentro de la clasificación D (Alto Riesgo).
Mi punto no es que Ucrania no merezca nuestra solidaridad (en tanto seres humanos, no me refiero aquí a las decisiones que debieran tomar los Estados). Pero la merece, en parte, a pesar de su gobierno. A fin de cuentas, nuestra solidaridad debiera ser con los pobladores de Ucrania. Y estos merecen nuestra solidaridad porque son víctimas, en lo esencial, de una agresión por parte del ejército ruso sin amparo posible bajo el derecho internacional. Una agresión en el transcurso de la cual, ese ejército ha causado una de las mayores crisis humanitarias del siglo XXI. Basta ver el grado de destrucción que ha causado en una ciudad como Mariúpol para conmoverse.