Chile, el ejemplo del desarrollo latinoamericano, arde sin saberse bien cuál es el combustible que lo incendia. En Perú, la mayoría festeja el cierre del Congreso. En Bolivia, Morales deja el poder, con golpe o sin él, pero empujado al fin.
No es un fenómeno latinoamericano. Se ve en Europa, Asia y EE.UU. El descontento con la política (y con el sistema económico que la acompaña, sin importar si es de izquierda, derecho o centro) es universal.
Richard Webb atribuía hace unas semanas en su columna de El Comercio ("Vibrando", 29/9/19) este fenómeno a la capacidad que ha dado la tecnología de expresar y coordinar emociones.
Coincido. Evolutivamente, en las cavernas, el ser humano forjó una solidaridad comunitaria instintiva que le permitió adaptarse a su entorno. Genéticamente quienes desarrollaron la emoción comunitaria sobrevivieron más. Somos herederos de esos genes.
En un mundo sin mercados, tecnología ni información, la única seguridad la daba el grupo y las relaciones personales. Eran grupos pequeños de entre 40 y 60 individuos, que se protegían entre ellos. La colaboración comunitaria suministraba los bienes y servicios necesarios para la supervivencia. Los "freelance" no sobrevivían.
Esos genes explican a la familia moderna. Los padres protegen a los hijos sin esperar ningún pago y los hermanos colaboran entre ellos sin necesidad de contratos que los obliguen. Los individuos se unen en familia, clanes o tribus porque desarrollan empatía entre ellos.
Pero la sociedad creció y creó instituciones que permitían la colaboración en relaciones impersonales, sin necesidad de auténtica empatía: usted no necesita conocer al dueño de la Coca Cola para obtener una. Basta ir a una máquina y depositar unas monedas.
Entre las instituciones que se crean para coordinar a esta gran sociedad impersonal está la política. Como la sociedad es un grupo muy grande, usamos sistemas electorales impersonales donde nuestro contacto con los políticos es una cruz en un papel llamado voto. En ese papel no podemos expresar nuestros deseos y emociones como los padres y sus hijos lo hacen conversando durante la cena sentados alrededor de la mesa.
Hoy las redes sociales nos hacen sentir que podemos expresar lo que sentimos y queremos y nos permiten escuchar (y reclamar) a quienes nos gobierna. Crean la sensación de que estamos todos en contacto, y que las relaciones pueden ser personales a pesar de que se dan entre millones que no se conocen. Las redes canalizan nuestro instinto comunitario y nos hacen exigir la solidaridad de la "gran tribu" ante cualquier necesidad. Exigimos a la política y a las empresas como si fueran parte de nuestra familia.
No es de extrañar que sea la clase media (que tiene más acceso a las redes) la que impulsa los reclamos ante la aparente falta de solidaridad. Las reacciones se parecen más a la pataleta o al reclamo de un hijo frente al otro cuando no comparte lo que tienen dentro del hogar. La tecnología ha convertido la gran sociedad en una gran tribu. Todos sentimos que nos podemos expresar y exigir. Curiosamente el avance tecnológico nos hace involucionar y constatar que la política no es el sistema empático que todos quisiéramos.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.